A las 7:55 a.m., el coche se detuvo frente a Interscope con la puntualidad de siempre, como si el tráfico también supiera quién era Charlotte Queen.
El chofer le abrió la puerta.
Charlotte bajó con el blazer puesto, la cartera en la mano y la mirada ya adelantada al día. Y fue ahí, antes de cruzar el vidrio de la entrada, cuando los vio.
Jonathan Dickins llegando desde la esquina, traje impecable, paso medido.
Y a su lado, Adele.
Más sencilla que el teatro de la noche anterior. Abrigo modesto, el pelo recogido sin intención de impresionar, la cara de quien todavía no entiende del todo por qué tanta gente la mira… pero lo tolera con humor.
Charlotte no cambió el ritmo.
Eso también era un mensaje.
Entró.
—Buenos días, Srta. Queen —la saludó la recepcionista.
—Buenos días —respondió Charlotte sin frenar.
Jonathan apareció a su izquierda casi al mismo tiempo.
—Buenos días —dijo él, como si no hubiera pasado nada en la calle.
Adele lo siguió con una sonrisa tímida, corta, que no pedía permiso.
—Hola —murmuró, y la palabra sonó como una disculpa suave.
Charlotte los condujo hacia el ascensor sin ceremonia. Las puertas se cerraron. Tres personas dentro de un cubo brillante.
Charlotte no habló.
No porque no tuviera qué decir.
Porque el silencio era suyo.
Jonathan lo entendió.
Adele, curiosamente, también.
Cuando el ascensor se abrió, Charlotte salió primero y caminó directo a su oficina como si el pasillo fuera un brazo más de su cuerpo. Abrió la puerta, entró, dejó la cartera en su sitio exacto y se quitó el blazer con un movimiento limpio.
—Tomen asiento —ordenó.
No fue un “por favor”.
Fue un inicio.
Jonathan se sentó sin dudar. Adele se sentó como quien se sienta en una silla prestada: con cuidado, sin ruido.
Charlotte tomó su lugar detrás del escritorio. Acomodó una carpeta. No la abrió. Solo la puso ahí para recordar que, incluso cuando improvisaba, lo hacía con forma.
Presionó el intercom.
—Café. Cargado. Sin azúcar —dijo, sin mirar a nadie.
Miró a Jonathan.
—Para usted, dos de azúcar.
Jonathan alzó apenas una ceja, como si la precisión lo divirtiera.
Charlotte giró hacia Adele.
—¿Y tú?
Adele parpadeó, sorprendida por la normalidad del gesto.
—Eh… igual. Dos de azúcar, por favor.
Charlotte soltó el intercom sin despedirse y juntó las manos sobre el escritorio, dedos entrelazados.
La renegociación no empezó con porcentajes.
Empezó con evidencia.
—Anoche —dijo Charlotte—. Quiero cifras.
Jonathan no necesitó que le repitieran la instrucción. Sacó un iPad como quien saca un bisturí: limpio, exacto, listo.
—Capacidad del teatro: setecientas doce butacas —empezó—. Boletos agotados.
Charlotte no reaccionó.
Solo asentó un milímetro, como si el dato hubiera encajado en una casilla.
—Precio promedio por boleto: ciento diez dólares —continuó Jonathan—. Con picos de ciento cuarenta en las mejores ubicaciones. Reventa afuera… —hizo una pausa breve— la vi. Mucho más alta.
Charlotte lo miró por primera vez como se mira a alguien útil.
—¿Cuánto?
Jonathan no sonrió. Dijo el número.
—Entre doscientos y doscientos cincuenta.
Adele soltó una risita incómoda, como si le diera vergüenza que la gente pagara por verla respirar.
—Yo no… —empezó.
Charlotte levantó una mano sin mirarla, suave, pero definitiva.
—No te estoy acusando. Te estoy midiendo.
Adele se quedó quieta.
Jonathan sostuvo el iPad como si fuera un escudo.
La puerta se abrió y la secretaria entró con los cafés, perfecta, silenciosa, como si hubiera ensayado el aire de esa oficina. Dejó las tazas.
Charlotte no le agradeció. No por grosería. Por sistema.
Antes de que la mujer pudiera salir, Charlotte giró la cabeza.
—¿Disponibilidad de estudio hoy?
La secretaria no necesitó preguntar “para qué”.
—Hay uno libre en el piso de abajo. Puedo reservarlo.
—Media hora —dijo Charlotte—. Y no lo liberes. Lo extiendo hasta que yo diga.
La secretaria asintió y salió.
Cuando la puerta se cerró, Charlotte se inclinó apenas hacia adelante. El gesto era mínimo, pero el espacio se achicó un grado.
Miró a Adele directo.
—Jonathan me dijo que tienes canciones sin grabar.
Adele tragó saliva.
—Sí —admitió—. Muchas. Algunas no están terminadas. Algunas… —se encogió de hombros— solo existen en mi cabeza.
—Perfecto —dijo Charlotte, como si eso fuera una ventaja y no un problema.
Jonathan la observó, atento. Adele también.
Charlotte apoyó una mano sobre la carpeta sin abrirla.
—Escoge una.
Adele parpadeó.
—¿Ahora?
—Ahora —confirmó Charlotte—. Vamos a un estudio. La grabaremos.
Adele abrió la boca, como si quisiera preguntar “¿por qué?” con educación.
Charlotte se lo dio igual, sin dulzura.
—Uno: quiero escuchar qué tan real eres cuando no hay aplausos. —Pausa— Dos: si esto funciona, tenemos un gancho. Un demo. Un adelanto. Algo con lo que vender la siguiente fecha sin prometer humo.
Jonathan se enderezó.
Charlotte siguió, y ahí ya no estaba hablando solo con Adele. Estaba hablando con los dos.
—Les ofrezco un show nuevo. Más grande. Bajo dirección de Interscope. —Su mirada se clavó en Jonathan— Y bajo mi dirección.
Jonathan no se movió.
Adele tragó saliva, pero asintió sin darse cuenta.
—Presupuesto acorde al lugar —continuó Charlotte—. Teatro grande. Producción decente, no circo. Marketing con cabeza, no con desesperación. Y después de eso… nos sentamos de nuevo. Y renegociamos.
Jonathan miró a Adele.
Adele lo miró a él.
No fue una consulta larga. Fue una confirmación íntima: ¿confías?
Adele asintió.
Jonathan, entonces, también.
—De acuerdo —dijo, simple.