Charlotte

Capítulo 72. — Almuerzo con filo.

Charlotte estaba revisando un informe cuando la puerta de su oficina se abrió con ese golpe suave que su secretaria usaba cuando traía algo inevitable.

—Srta. Queen —dijo—. El chofer está en la puerta para llevarla al restaurante.

Charlotte no preguntó cuál. No era necesario. Ese restaurante era parte de su calendario como una extensión del edificio: donde cerraba, donde torcía brazos, donde hacía que las cifras sonaran a destino.

Se puso de pie. Se colocó el blazer con un gesto limpio y, encima, el abrigo. Una capa más de control.

La secretaria dio un paso, sosteniendo el iPad como si fuera un expediente judicial.

—Cargué todo lo que va a necesitar —informó—. Proyecciones, costos por rubro, disponibilidad de venues, rutas de prensa, y el comparativo de ventas según capacidad.

Charlotte lo tomó sin mirar la pantalla, lo deslizó dentro de la cartera como quien guarda un arma sin exhibirla.

—Bien.

Y salió.

El ascensor olía a café viejo y a prisa. Afuera, Nueva York estaba en modo noviembre: fría, húmeda, con el tipo de cielo que no promete nada y aun así exige. El coche la tragó y la devolvió al lugar exacto donde ella sabía moverse sin ruido: mesas de mantel blanco, luces cálidas, gente que habla bajo porque el precio del plato ya habla por ellos.

Cuando llegó, el anfitrión sonrió como se sonríe a alguien que no necesita reservar para existir.

—Srta. Queen. Bienvenida.

Charlotte se quitó el abrigo sola y se lo entregó como si estuviera entregando un objeto, no un gesto. El anfitrión lo tomó con reverencia discreta.

—El señor Dickins ya la espera.

Charlotte giró la cabeza, buscándolo. No por él. Por la ausencia.

Porque Adele debería estar ahí. O por lo menos alguien debería estar actuando como si ese talento tuviera voz en su propio destino.

Pero no.

Solo Jonathan.

En una mesa buena. No escondida. No expuesta. La clase de mesa que decía: esta conversación tiene peso.

Charlotte caminó hacia él sin apuro, tacones marcando cada paso con intención.

Jonathan se puso de pie en cuanto la vio llegar, como si el cuerpo también supiera jugar.

—Señorita Queen.

Y antes de que ella pudiera tocar la silla, él intentó correrla.

Charlotte lo miró con mala gana. Esa mirada que no sube el volumen porque no lo necesita.

Jonathan sonrió, encantado consigo mismo, como si hubiera tirado la primera ficha.

Charlotte no discutió.

Solo respondió con un movimiento.

Tomó la silla de al lado —no la que él le ofrecía—, la abrió con su propia mano y se sentó ahí, no donde él la había colocado, sino donde ella decidió que iba a estar.

Jonathan dejó que el gesto ocurriera sin corregirlo. Se sentó enfrente y la miró con una sonrisa sarcástica que no era coqueteo: era combate educado.

Charlotte eligió ignorar el juego. No porque no lo hubiera notado. Porque no iba a premiarlo.

—¿Por qué Adele no está aquí? —preguntó, directa, como quien abre una carpeta sin perder tiempo.

Jonathan cruzó las manos sobre la mesa, impecable.

—Porque Adele no quiere estar en negociaciones —respondió—. Se lo dije. Y porque confía en mi criterio.

Charlotte arqueó una ceja.

—Qué conveniente. —Pausa mínima—. Para ti.

Jonathan no se ofendió. A esas alturas, ya sabía que ofenderse era perder.

—Para ella —corrigió—. Adele no negocia. Adele canta. Yo me encargo de que no la devoren mientras canta.

Charlotte soltó una exhalación corta por la nariz. No era risa. Era evaluación.

—Qué romántico suena cuando lo dices así. Casi me conmueve.

Jonathan ladeó apenas la cabeza.

—No te lo recomiendo. Sería un mal hábito.

El mesero apareció como si el restaurante hubiera detectado el choque de egos y quisiera apagarlo con comida.

Charlotte no miró el menú.

—Vino blanco —ordenó—. Y el plato fuerte… —dijo el nombre con precisión, como si llevara años pidiéndolo ahí.

Jonathan ni siquiera fingió mirar la carta.

—Lo mismo.

Charlotte lo miró un segundo, lo justo para que entendiera que ella había notado el reflejo.

—¿No te vas a dar el gusto de escoger?

—Ya escogiste tú —dijo él, suave—. Sería descortés discutirlo.

Charlotte apretó la mandíbula con una satisfacción que no se permitió mostrar.

Claro.

Jonathan no era agresivo. Era peor: era estratégico con modales.

El mesero se fue.

Quedaron solos.

Y ahí Charlotte abrió su iPad, no como herramienta, sino como escenario: la pantalla iluminó sus dedos, las cifras, los mapas de venues, las líneas de ruta como si el destino pudiera dibujarse en tablas.

—Bien —dijo, y el tono cambió. Tiburón. —Tripliqué las entradas.

Jonathan no reaccionó de inmediato. No por desinterés, sino por hábito: dejar que ella hable para medir dónde quiere llevarlo.

Charlotte siguió, sin darle espacio a respirar.

—Subí dos estratos el venue. No Times Square todavía —miró por encima de la pantalla— pero cerca. Lo suficiente para que el público se sienta “arriba” sin que tú te asustes.

Jonathan sonrió, mínimo.

—Considerado de tu parte.

Charlotte no le devolvió la sonrisa.

—Coristas.

Jonathan parpadeó una vez.

—Adele no tiene coristas.

—Adele va a tener lo que necesite para sonar como un fenómeno en un lugar más grande —replicó Charlotte, seca—. No para taparla. Para sostenerla. Y va a entrevistarlas ella. Pruebas vocales. Nada de casting por cara bonita. Si una no le sirve, se va. Punto.

Jonathan la observó, y ahí hubo algo leve en su cara: no aprobación… respeto.

Charlotte cambió de pantalla.

—Inversión en publicidad. Prensa local, radio selecta, y pantallas.

Jonathan levantó una ceja.

—¿Pantallas?

Charlotte alzó la vista, fría.

—Adele en pantallas. Times Square. No como show. Como aviso. Como mensaje.

Jonathan soltó una risa pequeña, casi sin sonido.




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