Pasó aproximadamente una semana.
Una semana de horarios que no parecían humanos, de llamadas que nunca sonaban a “hola” sino a “¿ya está listo?”, de coristas bajando y subiendo pisos como si la música también tuviera agenda corporativa. Una semana en la que Jonathan Dickins había aprendido el mapa interno de Interscope con la facilidad de quien sabe moverse donde el dinero manda, y Charlotte había aprendido —a regañadientes— que su presencia no era un estorbo: era parte del mecanismo.
Eran alrededor de las dos de la tarde cuando Charlotte regresó del almuerzo.
Entró al edificio con ese paso suyo que no cambia por cansancio, ni por clima, ni por nadie. El blazer todavía impecable, la cartera en la mano como si fuera una extensión de su muñeca, los tacones marcando el mármol con la seguridad de quien no pregunta si puede estar ahí: lo confirma.
Iba directo a su oficina cuando el movimiento en recepción le llamó la atención.
No fue un escándalo, ni un tropiezo.
Fue algo peor: delicadeza.
Un ramo de flores blancas, grande, demasiado limpio para ese edificio de vidrio y café. Rosas blancas, cerradas a medias, como si todavía no hubieran decidido si abrirse o no. Venían con una tarjeta.
Charlotte se detuvo.
Un segundo.
Suficiente para que su secretaria —entrenada para notar microfracturas en el ritmo— levantara la mirada.
—Srta. Queen —dijo, ya con la tarjeta en la mano—. Son de parte de la señorita Giordano.
El apellido no sonó fuerte. Sonó exacto.
Charlotte no reaccionó de inmediato. Lo cual, en ella, ya era una reacción.
Extendió la mano.
La secretaria le entregó la tarjeta con el mismo cuidado con el que se entrega algo que no es de trabajo, pero podría explotarte igual.
Charlotte la tomó.
Y antes de abrirla, como si el cuerpo necesitara comprar un segundo más, miró las rosas otra vez.
Blancas.
Demasiado blancas.
Como si alguien hubiera decidido enviarle paz… a modo de amenaza elegante.
En ese instante, una sombra se acomodó a su lado sin pedir permiso.
Jonathan.
Lo supo por el perfume casi inexistente, por el aire de abrigo caro, por el silencio medido con el que él siempre ocupaba espacio.
—Al menos las rosas sí le gustan —comentó, con esa voz británica que nunca sonaba apurada—. Buena paciencia debe tener quien las envía. Las flores son… un tipo de negociación lenta.
Charlotte giró la cabeza.
Lo fulminó con una mirada que habría servido para congelar una sala de juntas.
Jonathan no retrocedió. No porque fuera valiente. Porque era inteligente: sabía cuándo una mirada era solo aviso.
Charlotte volvió la vista a la tarjeta como si Jonathan fuera ruido ambiental.
—Son de mi… —empezó, y ahí ocurrió algo raro: dudó. Una fracción. Un centímetro de duda— …mejor amiga.
La palabra salió al fin, pero no salió cómoda. Salió como un documento que se firma sin ganas.
—Alguna estupidez de cumpleaños —remató, seca, como si insultar el gesto lo volviera menos íntimo.
Jonathan levantó apenas las cejas, interesado sin volverse invasivo.
—¿Es su cumpleaños?
Charlotte asintió una sola vez, sin mirarlo, observando a su secretaria tomar el ramo con cuidado.
—Llévelas a mi oficina.
La secretaria obedeció y desapareció por el pasillo con las rosas blancas como si transportara un objeto frágil y peligroso.
Jonathan caminó detrás de Charlotte sin que ella lo invitara.
Charlotte no le dijo que no.
Tampoco era un permiso.
Entraron a la oficina. El aire era el de siempre: papel, tinta, café, control. Las rosas rompían el escenario como una mentira bonita.
Charlotte dejó la tarjeta sobre el escritorio, todavía sin leerla, como si leerla fuera conceder. Se quitó el abrigo, dejó el blazer, acomodó una carpeta con una precisión absurda.
Jonathan, con la misma naturalidad que había tenido toda la semana, tomó asiento.
Sin invitación.
Sin pregunta.
Como si su presencia ya fuera parte del mobiliario.
Charlotte lo miró entonces, por fin.
—Se está sintiendo cómodo demasiado rápido, señor Dickins.
Jonathan sonrió, como si la acusación le resultara casi halagadora.
—Es posible. Pero si le sirve de consuelo, todavía no me he sentado en su silla.
Charlotte le sostuvo la mirada, impasible.
Jonathan añadió, sin perder el tono:
—Adele ya tiene coristas. Están ensayando abajo. Son buenas. Y lo más importante: a ella no le molestan. Eso, en Adele, es un indicador de éxito.
Charlotte asintió, como quien archiva el dato sin emoción.
Se sentó detrás del escritorio. Juntó las manos una sobre la otra.
—¿Necesita que haga su trabajo también? ¿O solo vino a contarme cómo va mi inversión?
Jonathan soltó una risa breve. Limpia. No burlona.
—Solo vengo a contarle cómo va su inversión. No es pleitesía. Es… transparencia. Usted la pidió.
Charlotte dejó salir una microsonrisa torcida, esa que en ella no es humor: es poder.
—Pedir cifras no es pedir compañía.
Jonathan no contestó con defensa. Contestó con pausa.
La observó un par de segundos más de lo necesario.
Charlotte, incómoda con el silencio cuando no lo controla, ladeó apenas la cabeza.
—¿Ya se va?
Jonathan volvió a reír, como si la pregunta le gustara por lo directa.
Se puso de pie.
Y entonces cambió el juego.
No con tono más suave. No con encanto.
Con la misma frialdad funcional que usaba para negociar… aplicada a otra cosa.
—¿Tiene planes esta noche, Srta. Queen?
Charlotte parpadeó una vez. No por sorpresa, sino por cálculo: no esperaba esa variable.
Se reclinó en la silla. Cruzó los brazos. Lo miró como si estuviera evaluando una nueva amenaza.
—¿Por qué?
Jonathan no se escondió.
—Porque quiero invitarla a cenar.
Charlotte lo observó. Ni escandalizada, ni halagada. Solo… midiendo.