Los días avanzaron como avanzan las cosas que ya no necesitan presentación: con trabajo, con agenda, con ese ruido elegante de la industria cuando algo empieza a oler a inevitable.
Adele ensayaba abajo con las coristas nuevas, probando armonías como si fueran prendas que todavía no terminaban de quedarle. El equipo técnico se movía por Interscope como si la semana previa al show fuera una especie de religión. Jonathan aparecía y desaparecía con su calma exacta, y Charlotte —que había aprendido a leer el pánico en los pasillos desde antes de tener edad legal para firmar contratos— notaba cómo el edificio cambiaba de respiración cada vez que el nombre Adkins aparecía en la boca de alguien.
Y en medio de todo eso, estaban ellos dos.
Charlotte y Jonathan.
Un mes largo de conocerse. Una semana y días desde aquella cena de cumpleaños que, sin querer, había abierto una puerta que ninguno de los dos había pedido… pero que ninguno había cerrado.
Lo extraño —lo irritante— era que las batallas pequeñas empezaron a volverse costumbre. Y no batallas por falta de respeto ni por ego barato: batallas de esas que solo se permiten dos personas que entienden el mismo idioma.
Charlotte empezó a notarlo en detalles que no eran detalles.
Una tarde, por ejemplo, ella había insistido en el orden exacto de una prueba de sonido para el show grande: primero voz sola, luego base mínima, luego banda, luego coristas. Jonathan había llegado con una carpeta y, en lugar de contradecirla, se limitó a inclinar la cabeza como si estuviera recibiendo instrucciones militares.
—Eso va a desgastarles media hora —le dijo Charlotte, sin levantar la vista del cronograma.
Jonathan no discutió. Solo señaló una línea del papel.
—Entonces la recupero aquí —respondió, moviendo un bloque de entrevistas como quien mueve un peón sin hacer ruido—. Y tú te quedas con tu orden.
Charlotte lo miró, esperando el “pero”. Esperando la negociación.
Jonathan no la dio.
Lo había resuelto.
Le había dejado el punto… antes de que ella empezara a pelearlo.
Otra vez, en una reunión con marketing, Charlotte había cortado de raíz una propuesta de campaña que olía a desesperación disfrazada de “viral”. Lo dijo sin suavizarlo, como ella decía casi todo:
—Eso no es estrategia. Es hambre. Y el hambre se nota.
El equipo se tensó. Jonathan podría haber intervenido, podría haber matizado, podría haber puesto la diplomacia británica en modo extintor.
En cambio, se recargó en la pared y miró a todos como si Charlotte acabara de decir una obviedad.
—Hagan caso —añadió él, tranquilo—. Si van a vender, vendan con dignidad.
Y ahí, otra vez, Charlotte sintió ese tirón incómodo: no era que él no tuviera carácter. Lo tenía. Tampoco era que necesitara adular. Tenía formación, respaldo, dinero, un apellido sin urgencias. Y aun así, parecía… facilitarle victorias. Como si le gustara que ella ganara. Como si la estuviera entrenando en una versión de juego donde el premio no era el punto, sino el siguiente movimiento.
Eso la frustraba.
Y la confundía.
Porque Charlotte sabía identificar la sumisión cuando la veía, y eso no era. Jonathan no cedía como quien se rinde. Cedía como quien decide qué vale la pena discutir y qué no, como quien entiende que a veces darle un centímetro a alguien es la mejor manera de medir cuánto ocupa su ambición en una habitación.
Aun así, a Charlotte le molestaba.
Le molestaba porque la dejaba sin el arma favorita: el choque.
Y sin choque, quedaba otra cosa.
Atención.
Quedaba, de pronto, el silencio donde ella podía escucharse pensar demasiado.
Llegó diciembre con su inevitabilidad de calendario y su insistencia de ciudad. El frío se instaló en Nueva York con ese derecho de dueño que solo tiene el invierno, y una tarde, mientras Charlotte trabajaba con la nieve cayendo lenta y perezosa detrás del vidrio —como si el cielo estuviera cansado de sostenerse—, el intercomunicador se encendió.
La voz de su secretaria llegó pulida, neutra, profesional.
—Señorita Queen, el señor Dickins está aquí.
Charlotte no levantó la vista del documento que estaba revisando. Solo respondió, como si autorizara un trámite.
—Déjalo pasar.
La puerta se abrió con precisión, sin golpes innecesarios.
Jonathan entró con el mismo orden con el que siempre entraba a los lugares: sin invadir, sin pedir permiso, sin actuar como si estuviera haciendo algo especial. Traje oscuro, abrigo en el brazo, esa calma que parecía tener estructura interna.
Charlotte siguió mirando la nieve.
—Si vienes a decirme que Adele alcanzó un “DO” fantástico… ya lo sé —dijo, seca, sin girarse—. La ciudad entera lo sabe.
Jonathan sonrió esa sonrisa torcida suya, la que no era alegría: era juego.
—Qué alivio —respondió, caminando hasta el centro de la oficina—. Temía que me hubieras hecho venir solo para informarte lo que tus propios números ya te gritaron.
Se sentó sin pedirlo, como si esa oficina fuera un campo donde él ya sabía moverse.
Charlotte dejó el bolígrafo. Por fin se reclinó en su silla y lo miró como se mira a alguien que acaba de tocar la campana equivocada.
—Te estás sintiendo cómodo.
Jonathan alzó las manos un milímetro, como quien no discute un dato cierto.
—Estoy agradecido —dijo—. Por fin hoy pusiste tu atención sobre mí… y no solo me hiciste creer que lo estabas haciendo.
Charlotte entrecerró los ojos.
—Sé directo, Dickins.
Jonathan no fingió ofensa. Le gustaba ese tono porque venía con una regla clara.
—Bien. El show es en un par de noches —empezó—. Ya tenemos más de un mes de conocernos. Una semana y días desde que aceptaste cenar conmigo en tu cumpleaños.
Charlotte arqueó apenas una ceja, como si la memoria fuera una herramienta que él estaba usando con intención.
Jonathan sostuvo el hilo sin apuro, con esa sonrisa pequeña que no pedía permiso.