A las 5:00 en punto, el intercom de Charlotte se encendió con la voz de su secretaria, pulida como siempre.
—Señorita Queen… el señor Dickins ya está aquí.
Charlotte no levantó la vista de la pantalla de su iPad. Solo firmó una última línea con el lápiz digital, como si el tiempo también necesitara su autorización para avanzar.
—Déjalo pasar.
Hubo una pausa.
—Dice que la espera abajo.
Charlotte dejó el lápiz. Respiró una vez, corta. No como quien suspira: como quien se calibra. Tomó el abrigo, la bolsa, cerró la carpeta de trabajo y salió.
Jonathan estaba donde debía: a mitad del pasillo, sin invadir su oficina, sin esconderse en recepción. Sonrió cuando la vio, ese tipo de sonrisa que no pide permiso, pero tampoco presume victoria.
—Puntual —dijo Charlotte, seca, como si eso fuera una acusación.
—Me dijiste que “aproximadamente” era para incompetentes —respondió él, caminando a su lado sin adelantarse—. Estoy intentando aprender tu idioma.
El ascensor los tragó.
Mientras bajaban, Jonathan ladeó la mirada hacia sus manos.
—¿No vas a tener frío? —preguntó—. Te veo sin guantes… y afuera Nueva York parece un congelador con complejo de espectáculo.
Charlotte lo miró de reojo, sarcástica.
—Si me congelo, te aviso. Así al menos puedo culparte con pruebas.
Jonathan soltó una risa baja, limpia, como si le divirtiera que ella respondiera con filo en lugar de cortesía.
Las puertas se abrieron.
El chofer de Charlotte esperaba en la entrada, impecable, como si la nieve no existiera para él. El coche también: negro, brillante, obediente.
Jonathan se adelantó y abrió la puerta trasera para ella.
Charlotte torció la sonrisa.
Y subió al asiento del copiloto.
Por medio segundo, Jonathan se quedó con la puerta abierta, suspendido en ese gesto educado que acababan de sabotearle. Parpadeó una vez. Luego, sin decir nada, rodeó el coche y subió al asiento trasero.
Charlotte se acomodó delante, satisfecha. No por el asiento. Por el movimiento.
Por la punzada familiar de haber sacado de quicio a alguien sin elevar la voz.
La misma habilidad que Richard le había provocado y castigado durante años… resultaba, de pronto, útil con un hombre que no era Richard.
La sonrisa se le borró apenas.
Y ahí, por un segundo, se castigó mentalmente por haberlos puesto en la misma categoría.
Charlotte miró por el parabrisas y le habló al chofer como si el resto del mundo pudiera esperar.
—Rockefeller.
El chofer asintió. Obedeció.
La ciudad estaba cubierta por una capa gruesa de nieve que no embellecía: imponía. Las calles brillaban bajo faroles amarillos, y el tráfico avanzaba lento, lleno de gente con bufandas, gorros y bolsas de compras como si el frío fuera parte del ritual.
Cuando llegaron, el lugar era exactamente lo que Jonathan había prometido sin prometerlo.
Una invasión.
La pista de hielo repleta, familias apretadas con niños que se aferraban a las barandas, parejas ridículas que se tomaban de la mano como si el amor viniera con patines incluidos, grupos de amigos riéndose demasiado fuerte. Luces. Música. Ese aire de diciembre que parecía obligatorio.
La tarde caía, y todavía había tiempo: el cielo estaba entre gris y azul, como si la ciudad no terminara de decidirse.
Charlotte bajó del coche y el frío le mordió la cara con un descaro casi personal.
Jonathan se detuvo a su lado y la tocó apenas con el codo, como para reclamar su atención sin decir su nombre.
Le entregó una caja pequeña.
Charlotte la miró como si le acabaran de ofrecer un soborno barato.
—Los regalos no te van a hacer ganar puntos.
Jonathan rio, sin mirarla todavía. Abrió la caja con calma, como si no tuviera prisa por impresionarla.
Dentro había unos guantes de cuero. Negros. Buenos. De esos que no son “bonitos”, sino correctos. A juego con su abrigo.
Charlotte alzó una ceja.
Jonathan la miro.
—No es un regalo —dijo—. Es prevención.
Charlotte apartó la caja con la mano, como si el cuero le ofendiera la existencia.
—Buen intento —murmuró—. No te alcanzó.
Y sacó de su bolsa el mismo par… pero ya usado. El cuero tenía ese brillo mínimo de lo real, no de lo nuevo.
Se los puso con deliberada lentitud, dedo por dedo, como si el gesto fuera una lección.
Jonathan la miró, y esa sonrisa suya se torció.
—Me estás diciendo que… ¿ibas preparada?
—Te estoy diciendo que no soy tú —respondió Charlotte—. Yo no necesito una caja para recordar el clima.
Jonathan bajó la vista un segundo, como si aceptara el golpe con humor.
—Qué lástima. Me gustaba la idea de salvarte de algo.
Charlotte lo fulminó con la mirada.
—No me salves de nada, Dickins.
Jonathan levantó las manos en rendición teatral mínima.
—Anotado.
Caminaron hacia la pista entre gente y luces, con la nieve crujiente bajo los zapatos. El árbol gigantesco estaba ahí, descomunal, lleno de adornos que parecían demasiado para un solo objeto. Charlotte lo miró como miraba todo: evaluando costo, logística, efecto.
—¿Vienes aquí seguido? —preguntó Jonathan, como si fuera curiosidad casual.
Charlotte no apartó los ojos del árbol.
—No.
—Se nota.
Ella giró la cabeza.
—¿Porque no sonrío como una idiota?
—Porque estás viendo el árbol como si fuera una adquisición hostil —dijo él, tranquilo—. Y porque ya estás contando cuántos focos hay.
Charlotte sostuvo su mirada.
—¿Cuántos crees que hay?
Jonathan sonrió, provocándola justo donde sabía que ella mordía.
—Los suficientes para que la gente olvide que está gastando dinero para mirar luces.
Charlotte soltó una exhalación corta, lo más cercano a una risa.
—Entonces sí entiendes la Navidad.
Jonathan se encogió de hombros.
—Entiendo la puesta en escena. La emoción la tolero.