Charlotte

Capítulo 77. — Sold out y silencios firmados.

El teatro olía a invierno húmedo, a perfume caro y a electricidad vieja. Afuera, la fila era una serpiente impaciente: bufandas, risas altas, teléfonos levantados, y el tipo de ansiedad colectiva que solo aparece cuando la gente siente que va a presenciar algo que después va a poder presumir.

SOLD OUT.

No en la marquesina como un adorno: en la entrada, en las manos vacías, en la cara frustrada de los que llegaron tarde, en los revendedores afuera que ya no ofrecían “una boleta”… ofrecían rentabilidad.

Charlotte bajó del coche sin mirar alrededor como turista. No venía a ver el show. Venía a medirlo.

Cruzó el acceso lateral con paso de dueña, gabardina gris sobre los hombros, el cabello controlado, la cara en modo “esto es trabajo”. No saludó a nadie más de lo necesario. No se detuvo. El pasillo backstage la tragó con su olor a cables calientes, agua derramada y adrenalina ajena.

Y ahí estaba Jonathan.

No junto a la puerta como un guardia. Justo donde debía: a mitad del corredor, lo suficientemente cerca para interceptarla, lo suficientemente lejos para que no pareciera que la estaba esperando.

—Llegaste —dijo, sin emoción exagerada. Solo constatación.

Charlotte siguió caminando, se quitó la gabardina en movimiento, como si desarmarse fuera parte del protocolo de guerra. Jonathan alzó una mano, reflejo aprendido.

—¿La recibo o eso es algún tipo de agresión machista en tu jurisdicción? —preguntó, con esa calma suya que siempre sonaba a broma… hasta que te dabas cuenta de que también era una prueba.

Charlotte ni siquiera frenó del todo.

—Recíbela —ordenó.

Jonathan la tomó.

Charlotte giró apenas la cabeza, un filo mínimo en la comisura.

—Y como ya fue una orden mía, no cuenta como gesto machista. Es logística.

Jonathan sonrió, brillante, casi satisfecho.

—Gracias por mantener el patriarcado en regla.

—No me agradezcas —dijo Charlotte—. Solo no arrugues mi abrigo.

Jonathan caminó a su lado, gabardina en el brazo como si fuera un documento confidencial. Charlotte no miró a nadie. Miró el pasillo como si fuera un tablero.

—Dime números.

Jonathan no necesitó abrir una carpeta; los tenía en la garganta, memorizados como un credo.

—Capacidad completa. Cero asientos libres oficialmente. Quedaron… —hizo una pausa mínima, como disfrutando el dato— nueve boletos que liberaron por protocolo de seguridad. Ya los absorbieron.

Charlotte asintió apenas.

—¿Reventa?

—Afuera están felices. —Jonathan ladeó la cabeza hacia la salida como si pudiera verlos a través de paredes— Doscientos cincuenta, trescientos. Algunos intentaron cuatrocientos.

—¿Y los pagaron?

—Sí.

Charlotte dejó salir una exhalación corta.

—Perfecto.

Jonathan la miró de reojo.

—Qué frase tan tierna. Casi parece que sientes algo.

—Siento que el mercado está obedeciendo —respondió Charlotte—. No confundas.

Llegaron a un punto donde se oía el público como un animal grande: murmullo, gritos, el oleaje de cientos de cuerpos esperando.

Adele estaba a minutos de salir.

Coristas listas. Banda lista. Vestuario sin drama. Luces calibradas. Charlotte había hecho que cada pieza estuviera exactamente donde debía estar, como si la música también se pudiera administrar.

Adele pasó por el pasillo como un relámpago humano: sonrisa nerviosa, botellita de agua en la mano, esa mirada de “no entiendo por qué todos me miran” mezclada con “igual lo voy a hacer”.

Charlotte no la detuvo. Solo la tocó con una frase.

—Haz lo tuyo. No mires cifras.

Adele asintió rápido, como si esas palabras la protegieran.

—Sí, señora —bromeó, y salió hacia el escenario.

El show empezó.

Y el teatro cambió de densidad.

Las coristas entraron en armonía como si siempre hubieran existido ahí. La banda sostuvo sin competir. Adele… Adele fue lo mismo que en Londres, pero amplificado: la voz no pedía permiso, tomaba.

Charlotte se quedó tras bambalinas.

No en primera fila. No en una butaca VIP. Atrás, donde el sonido no era “espectáculo” sino material crudo.

Jonathan apareció a ratos cerca, sin invadir. Solo observando a Charlotte observar.

En la tercera canción, el público ya no era público: era devoción.

En la quinta, hubo gente llorando sin intención de hacerlo.

En la séptima, el teatro estalló en aplausos antes de que Adele terminara la nota final, como si nadie pudiera esperar a que la canción terminara para rendirse.

Charlotte no sonrió con la boca.

Sonrió por dentro con números.

Porque el negocio era esto: cuando no hay duda.

Cuando la última canción cerró, el teatro se convirtió en una sola explosión. Ovación sostenida. Gritos. Palmas que parecían no querer parar nunca.

Charlotte se quedó inmóvil un segundo.

El trato acababa de cerrarse en su cabeza sin que nadie lo firmara.

Los números no mentían.

Y ella estaba lista para negociar.

No tanto como Jonathan quería.

Pero sí más que su propuesta inicial.

Charlotte giró para irse por sus cosas —porque la celebración era para gente que todavía se permitía la espontaneidad— cuando Jonathan se le apareció de nuevo, pero esta vez no venía solo.

Venía con Adele.

Adele parecía aún electrificada. Mejillas rojas. Ojos brillantes. El tipo de energía que no se fabrica con marketing.

—¿Por qué te vas? —preguntó Jonathan, directo, como si Charlotte estuviera intentando escaparse de un contrato invisible.

Charlotte levantó la ceja.

—Porque el show terminó. Y yo no hago after parties.

Adele dio un paso, como si esa frase la hubiera ofendido en lo personal.

—¡Pero fue increíble! —dijo, y se le notó que todavía estaba viviendo dentro del escenario—. Todo vendido, ¡todo! Y… —miró a Jonathan como si él fuera el traductor de su impulso— yo normalmente le diría a Jonathan que esto es un absurdo…




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