Charlotte

Capítulo 80. — La casa encendida.

Amaneció el 26.

Charlotte abrió los ojos en su habitación de infancia —la misma arquitectura de siempre, el mismo aire de “aquí creciste” como si eso explicara algo— y, antes de pensar siquiera en la hora, la vio.

Sophia ya estaba despierta.

Sentada entre las almohadas, el dedo en la boca, jugueteando con sus pies con una concentración absurda, como si el mundo entero fuera un lugar seguro mientras su pulgar estuviera donde debía.

Charlotte la miró un segundo largo, todavía con el sueño pegado a los huesos.

Luego la tomó en brazos.

Y apenas salió de la habitación, lo notó: la casa ya estaba funcionando. No “despierta”. Funcionando. El tipo de maquinaria invisible que en esa familia se encendía sola cuando los dueños volvían al tablero.

Olía a ambientador caro.

La calefacción estaba calibrada en ese punto perfecto donde nadie siente frío pero tampoco se permite decir que tiene calor.

Y cuando bajaron al primer piso, el golpe final: pan recién horneado, café, tocino.

Charlotte se permitió el gusto de inhalar.

No porque fuera sentimental. Porque llevaba dos días sin comer nada digno de su apellido. Su especialidad era pagar chefs, no convertirse en uno.

Entró a la cocina con Sophia en el brazo y el cuerpo en modo mandato. Intentó sentarla en su silla, como corresponde. Como dicta la lógica.

Sophia frunció el ceño. Puchero inmediato. Ese gesto de “no” que no necesita palabras porque ya aprendió que en esa casa, cuando ella decide, el mundo se reordena.

Charlotte no discutió.

La sentó en sus piernas.

Y sin que Charlotte tuviera que ordenar nada, el desayuno apareció. No como favor. Como sistema.

Fruta para Sophia. Que se convirtió en un desastre desde el primer segundo.

Manos, mejillas, barbilla, el body, las piernas. Todo terminó en modo obra abstracta. Sophia feliz, por supuesto. La felicidad siempre era un crimen pegajoso.

Para Charlotte, todo lo demás: café, pan, tocino, algo caliente que supo a normalidad ajena. Charlotte picoteó de todo un poco, sin prisa, como quien recupera energía sin conceder que la necesitaba.

Cuando terminaron, una de las empleadas se detuvo frente a la mesa, prudente.

—Señorita… ¿y la señora Evelyn?

Charlotte alzó la mirada con esa exactitud suya que no da espacio a conversaciones largas.

—Estable. Vigilada. Con enfermera —dijo. Punto.

No añadió que no había vuelto a verla.

Porque una mujer de veintidós meses le había estado dictando el mundo por más de veinticuatro horas continuas. Y Charlotte no se justificaba.

Tomó a Sophia y la llevó arriba.

Baño.

Agua caliente. Operación rápida.

Le puso un body que la cubría por completo. Nada de lazos. Nada de estética maternal. Aseo y frío controlado: suficiente.

La peinó apenas, lo mínimo para que no pareciera que la vida había ganado.

Luego volvió a su habitación, buscó los papeles de regalo que había usado el día anterior —la misma técnica, el mismo éxito infantil— y dejó a Sophia jugando frente a la ducha, dentro de su campo visual, mientras ella se bañaba con la puerta abierta.

Se duchó sin cerrar el mundo.

Y, bajo el agua, con el vapor subiéndole a la cara, se permitió pensar una verdad que le molestó: hasta dónde la había arrastrado una arteria tapada de porquerías.

Se cambió.

Volvió a tomar a la dictadora del piso.

Y bajó.

Y entonces escuchó esas voces.

Richard.

Y otra.

Jonathan.

Sí. Jonathan también estaba ahí.

Charlotte cruzó el umbral de la sala y, apenas la vieron, Sophia se soltó del cuerpo de Charlotte como si hubiera estado esperando ese momento exacto: saltó directo a los brazos de Richard.

Como si el dueño original del apellido hubiera vuelto a tomar su lugar.

Charlotte, por primera vez en dos días, volvió a respirar.

Richard apretó a Sophia contra el pecho. La niña soltó una risa en carcajadas cuando él le hizo cosquillas, como si el mundo fuera otra vez una cosa simple.

Jonathan se giró hacia Charlotte.

Y ambos sonrieron.

Amables.

No filo. No guerra. Amables.

Charlotte le extendió la mano.

Jonathan la estrechó, firme.

—Gracias —dijo Charlotte, directa—. Y no solo por traer a Richard. Gracias porque eso implica que, en teoría, me deshago de la dictadora de casi dos años que exigió cada minuto de mis últimos dos días.

Jonathan dejó escapar una risa baja, controlada.

—Hermana mayor involuntaria —comentó—. Un rol inesperado para alguien con tu currículo.

Charlotte lo miró, calibrándolo.

—¿Qué haces aquí?

Jonathan afiló la sonrisa, esa suya que siempre parecía tener un contrato escondido detrás.

—No iba a desaprovechar la oportunidad de venir en persona a cobrar mi deuda.

Charlotte torció la boca, una sonrisa mínima, concedida.

Los dos miraron a Sophia reír a carcajadas mientras Richard la hacía cosquillas, como si nada en el mundo hubiera pasado.

Charlotte volvió la vista a Jonathan.

—No creo que pueda pagarte nada pronto.

En ese instante, Richard se acercó.

Y, sin preguntar, le devolvió a Sophia a Charlotte.

El peso tibio volvió a su pecho como una sentencia.

—Ya tengo un chofer afuera —dijo Richard, ajustándose el abrigo, ya en modo destino—. Me lleva al hospital. Voy a ver a Evelyn.

No se detuvo a escuchar nada más. Ni “bien”. Ni “cuídate”. Ni “gracias”. Solo se fue, como quien entiende que el amor también es agenda.

Charlotte lo siguió con la mirada un segundo.

Y no lo dejó ir sin marca.

—No estudié dos carreras en Harvard, recorrí el mundo, aprendí cuatro idiomas y dirijo una empresa exitosa… para terminar de niñera, Richard.

Richard ni se giró.

Ni un centímetro.

Siguió caminando hacia la puerta como si la frase hubiera sido viento.

La puerta se cerró.

Y quedó el silencio con calefacción.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.