Amaneció la mañana de Año Viejo con Sophia a su lado como ya se había vuelto costumbre.
Casi una semana siendo la subalterna de una criatura de veintidós meses, y Charlotte todavía no terminaba de entender cómo había descendido tanto en la cadena alimenticia. Si alguien se lo hubiera contado en Harvard —en cualquiera de sus dos carreras— habría hecho esa cara suya de por favor, no me insultes con ficción barata.
Eran alrededor de las siete cuando abrió los ojos. La casa seguía callada, y en esa habitación de infancia —su antigua habitación, su vieja jaula impecable— el aire olía a calefacción cara y a sueño interrumpido.
En la mesita de noche, el calentador portátil ya estaba listo.
Charlotte estiró el brazo sin mirar, como quien apaga una alarma, y tomó el biberón con la misma precisión con la que firmaba contratos: sin emoción, sin margen de error. Se incorporó perezosa, lo suficiente para no despertar al mundo entero, y se lo entregó a Sophia.
Sophia lo tomó con ambas manos. Lo aceptó como si fuera un tributo. Se lo llevó a la boca con ese gesto soberano —pulgar antes, ahora tetina— y empezó a beber sin prisa, instalada entre las almohadas como una reina diminuta que ya había entendido la nueva dinámica:
Charlotte no iba a huir.
La miró un segundo. A esa cara seria, concentrada en el acto de existir. Y Charlotte sintió, con irritación, que Sophia la leía. Veinticuatro horas al día. Con un talento cruel para detectar debilidades que ni el consejo directivo de Interscope había logrado encontrarle.
Cuando el biberón terminó, Sophia le devolvió el envase vacío con una dignidad absurda. Y en esa entrega había una cláusula implícita: ahora puedes bañarte, humana.
Charlotte se levantó.
Esa mañana se permitió un baño de verdad. Uno real. Sin ducha con puerta abierta. Sin vigilancia con un ojo en la rendija.
Porque ya sabía lo que Sophia hacía cuando se hartaba de esperar: bajarse de la cama e ir a buscarla ella misma.
Lo había aprendido por las malas.
Entró a la tina con el agua caliente humeando y esencias caras; cerró los ojos, y por cinco minutos se permitió existir sin ser útil para nadie. Se lavó el cabello. Se puso crema, loción, se secó el pelo con disciplina. Y eligió un outfit cómodo, sí… pero que siguiera siendo Charlotte: líneas limpias, tela buena, nada que pareciera rendición.
Cuando volvió a la habitación, Sophia estaba despierta, sentada entre las almohadas, mirándola en silencio.
Charlotte terminó de ajustarse el reloj, y sintió esa mirada encima como un escáner.
—¿Qué? —murmuró, sin dureza, pero sin dulzura tampoco.
Sophia no respondió. Solo siguió mirándola, como si estuviera archivando información para usarla después.
Charlotte la tomó en brazos y bajaron.
En la mesa, Charlotte preguntó por Richard.
—Salió temprano, señorita —respondió una de las empleadas—. Dijo que la cena estuviera temprano. Y que después de dejar la mesa puesta… todos podíamos irnos.
Eso la dejó amarrada.
No a la cena. A la voluntad de Richard.
Y aunque en cualquier otro escenario Charlotte habría hecho exactamente lo que quisiera sin pedir permiso, dejar tirada a Sophia no era una opción. No por moral. Por consecuencia.
Terminó de comer y subió con la niña.
Baño. Pañal. Rutina. Control.
Y entonces Sophia decidió subir de nivel.
Corrió por toda la habitación huyendo de ella, riéndose con esa impunidad de quien todavía no entiende el concepto de “agenda” pero ya domina el de “poder”. Charlotte la siguió, conteniendo paciencia como quien contiene gasolina.
—Sophia —dijo, firme.
La niña siguió.
Charlotte respiró una vez. Y entonces lo hizo.
Pronunció su nombre más fuerte, con ese mismo tono exacto con el que Evelyn pronunciaba “Charlotte” cuando ya no era juego. Cuando era basta.
—SOPHIA.
Sophia se detuvo.
La miró.
Y lentamente, como si el cuerpo cambiara de estado, el puchero creció. El labio tembló. Y rompió en llanto.
Y en ese segundo brutal, Charlotte entendió todo.
Entendió que, aunque no lo hubiera sabido nombrar antes, desde el momento en que sostuvo a Sophia diminuta, delgada, peleando por respirar como si el mundo la hubiera recibido con una deuda, sobre su pecho… Charlotte jamás permitiría que ese pequeño ventarrón —que aún caminaba de forma sospechosa— sufriera de nuevo.
Nunca más.
Caminó hacia ella recargándose de paciencia, como quien se obliga a ser adulta aunque nadie se lo agradezca.
La tomó en brazos.
—Lo siento —susurró, mirándola de cerca. No como disculpa fácil; como reconocimiento.
Sophia la miró con los ojos húmedos y, como si lo hubiera entendido en un idioma que no necesitaba palabras, le besó la mejilla. Luego se abrazó a su cuello con un poco de sentimiento. Un gesto que no se negocia.
Charlotte terminó de cambiarla con el pulso firme otra vez.
Estaba cerrando el body cuando tocaron la puerta.
Una empleada asomó la cabeza.
—Señorita Charlotte… el señor Dickins está abajo.
Charlotte se quedó un segundo quieta.
Exhaló.
—¿Qué carajos…? —murmuró, para sí.
Ahora tenía que lidiar con una dictadora… y con un bufón con ínfulas de rey.
Bajó con Sophia en brazos.
Jonathan estaba en la sala como si el día le perteneciera. Eran alrededor de las diez de la mañana, y por supuesto no se había anunciado con tiempo; ya parecía una costumbre irritante en él.
Cuando la vio, sonrió.
Esa sonrisa filosa que compartían como un deporte.
Charlotte no le devolvió el paso.
No lo dejó “instalarse” sin pagar.
—¿Qué haces en Estados Unidos en Año Viejo? —preguntó, directa—. Y más importante: ¿por qué sigues apareciendo sin cita y sin anunciarte?
Jonathan inclinó la cabeza, ofendido por diversión.
—Me encanta —dijo—. Construí un hábito nuevo: recibir insultos en lugar de “buenos días”. Es… refrescante.