Charlotte

Capítulo 82. — Deudas en la mesa.

A eso de las cinco de la tarde, Richard llegó.

No con prisa. No con culpa visible. Con ese control suyo que siempre parecía cordialidad desde afuera y jerarquía desde adentro.

Saludó primero a Jonathan.

Un apretón de manos cálido. Demasiado.

Charlotte lo notó de inmediato y se arrepintió en el mismo segundo de haber propiciado que esos dos hombres pasaran tantas horas juntos encerrados en un avión, compartiendo silencios, turbulencias y esa clase de conversaciones que no dejan testigos.

Richard sonrió apenas, satisfecho.

Charlotte se disculpó con Jonathan con un gesto mínimo y subió detrás de su padre a paso firme, Sophia todavía en brazos. Richard se detuvo en la puerta de la habitación principal como si ese umbral fuera una oficina improvisada.

—Tu madre está bien —informó—. Los médicos creen que mañana, en Año Nuevo, podrían darle el alta. Mientras tanto… voy a estar con ella.

Charlotte alzó una ceja.

—No sabía que tenías instintos románticos —comentó, seca.

Richard la fulminó con la mirada mientras le acariciaba la manita a Sophia, que lo miraba sonriente, encantada con su presencia recién recuperada.

Y ahí Charlotte soltó lo que venía rumiando desde la mañana.

—¿Esto también lo planearon? —preguntó—. ¿Todo este desastre para obligarme a pasar Navidad y Año Nuevo bajo tus términos?

La mirada de Richard se volvió pesada. Dura.

—Qué retorcida puedes ser —dijo—. Evelyn casi muere, Charlotte. Y tú pensando estupideces.

Charlotte giró apenas la cabeza, sin mirarlo del todo.

—Me gustabas más cuando me contestabas cosas peores —replicó—. Estás perdiendo práctica.

Richard no respondió. Simplemente se fue.

Charlotte bajó con Sophia en brazos.

Encontró a Jonathan al teléfono, de pie frente al ventanal, observando la nieve caer sobre el patio trasero como si el invierno fuera un idioma que entendía mejor que nadie.

Cuando la vio, colgó.

Charlotte no se suavizó.

—Si te estoy quitando tiempo que podrías gastar en un lugar mejor, puedes irte —dijo—. No estás obligado a quedarte.

Sophia, como si entendiera el cambio de humor, se abrazó a su cuello y empezó a jugar con el lóbulo de su oreja, un gesto íntimo que Charlotte no corrigió.

Jonathan la miró con calma.

—Señorita Queen —dijo—, en Nueva York en Año Viejo no tengo nada mejor que hacer que aprender su retórica de insultos… y sus mil maneras distintas de decirme que no me soporta.

Charlotte suspiró, pesada.

—Discúlpame —dijo, por modales. No por arrepentimiento.

Ella tenía una deuda con Jonathan. Y así como cobraba las de los demás, pagaba las suyas. Siempre.

Con Sophia aún en brazos y una mano libre, sirvió dos tragos de whisky del bar. Le dio uno a Jonathan y se llevó el otro al sillón, donde se sentó con la niña sobre las piernas.

Jonathan no tardó.

—Soy un caballero —dijo, medio cínico, medio serio—. Y espero que ya lo hayas entendido. Obligar a una mujer de tu altura a soportarme en la intimidad de su casa, en asuntos familiares y… —miró a Sophia con una sonrisa mínima— en novedades como ser niñera… no es mi estilo. Si prefieres que me retire, lo hago.

Charlotte lo fulminó.

—¿Te estás volviendo débil? —preguntó—. ¿O eres de esos hombres que no tienen honor suficiente para sostener una batalla?

Jonathan la miró.

Sonrió con tozudez.

Charlotte desvió la mirada.

—No esperes que te ruegue que te quedes a cenar —dijo—. Pero la invitación sigue ahí.

Bebieron.

Uno.

Dos.

Algún silencio incómodo que ninguno intentó arreglar.

Hasta que Richard bajó, ya de traje, y dejó el abrigo sobre el respaldo del sofá como quien se quita un rol y se pone otro.

En ese momento, una empleada apareció en el umbral.

—La cena está servida.

Pasaron los cuatro a la mesa.

Y por primera vez en toda la semana, Sophia aceptó despegarse de Charlotte.

Se dejó sentar en su sillita entre Charlotte y Richard, mientras Jonathan quedaba frente a ellas.

Charlotte lo notó.

No dijo nada.

Pero entendió que algo —mínimo, silencioso— había cambiado en el equilibrio.

La mesa estaba puesta.

La noche caía.

Y aunque todavía no era Año Nuevo, ya había deudas abiertas, silencios cargados y una certeza incómoda flotando entre ellos:

que esa noche no iba a ser una más.

Y que, le gustara o no, Jonathan Dickins iba a estar ahí cuando el año cambiara.

Después de la cena, la mesa quedó como quedan las cosas en esa casa cuando el dinero mantiene la estructura: limpia antes de que alguien tenga que pedirlo.

Las empleadas recogieron con eficiencia silenciosa, sin preguntas, sin miradas de más. Sophia, por primera vez en días, aceptó estar en su sillita sin declararle la guerra al mundo. Mordía un pedazo de pan con concentración absoluta, la cara manchada de algo dulce, los ojos atentos a todo, como si también estuviera auditando la noche.

Charlotte se quedó sentada un segundo más de lo necesario, observando el cuadro con una frialdad que no era indiferencia: era evaluación.

Richard y Jonathan ya habían entrado en su idioma favorito: números, rutas, ventanas de tiempo. En otra casa habría sido conversación. En la casa Queen, era una maniobra.

—Si los dejamos en Estados Unidos hasta marzo, la exposición se sostiene —decía Richard, seco—. Las fechas se acomodan. Las entrevistas también.

Jonathan asentía, perfecto, británico, con esa calma de hombre que sabe que los números pueden ser un arma y un escudo.

—La demanda está ahí —dijo Jonathan—. Pero la logística se vuelve… sustancial.

Charlotte dejó su vaso en la mesa con un clic mínimo.

—“Sustancial” es una palabra para gente que no sabe cuánto cuesta perder momentum —interrumpió, sin alzar la voz.

Los dos la miraron.

Richard con esa mezcla habitual de irritación y respeto.




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