Charlotte

Capítulo 84. — Fondo de escape y cumpleaños de vitrina.

Era mediados de febrero cuando el segundo cumpleaños de Sophia dejó de ser una fiesta infantil y se convirtió en lo que todo terminaba siendo en la familia Queen: una reunión de poder con globos.

La casa estaba viva de una manera casi ofensiva. Música suave. Copas de cristal. Un pastel demasiado perfecto. Arreglos florales que no olían a flores sino a dinero. Y en medio de todo, niños con vestidos y trajes pequeños corriendo como miniaturas de sus apellidos, con nanas detrás como sombra profesional.

Charlotte llegó tarde a propósito.

No por desorden.

Por resistencia.

Había venido resignada, más por obligación que por cariño, y porque Richard se lo había recordado casi a diario los últimos dos meses, como si repetirlo lo volviera un contrato.

Entró con un sobre en la mano.

Nada de bolsas brillantes.

Nada de listones.

Solo un sobre grueso, limpio, como si trajera un informe.

Evelyn estaba al centro de la sala, sosteniendo a la cumpleañera. Sophia llevaba un vestido pomposo que la hacía ver como un pastel con piernas. Evelyn sonreía con esa suavidad nueva que había adquirido desde Arizona, rodeada del círculo amplio y cercano de los Queen: caras conocidas, herederos con dientes perfectos, risas medidas.

Charlotte se acercó sin buscar atención. Le entregó el sobre a su madre.

Evelyn lo miró, curiosa.

—¿Qué es esto?

Charlotte no contestó de inmediato. La miró como si la pregunta fuera ingenua.

Evelyn dio un paso hacia un costado, buscando un rincón menos expuesto. Charlotte la siguió con la paciencia exacta de alguien que odia el teatro… pero sabe actuarlo cuando toca.

Evelyn abrió el sobre.

Y lo primero que vio no fue una tarjeta. No fue una dedicatoria.

Eran documentos.

Legales.

Una cuenta abierta a nombre de Sophia Queen.

Monto inicial: $10,000.

Evelyn levantó la vista con una sonrisa que intentó ser regaño.

—Charlotte… un juguete bastaba.

Charlotte no cambió la cara.

—Los juguetes no sirven cuando Richard decide cortarte los fondos al otro lado del mundo. En cualquier caso, no sabría escoger uno.

Evelyn abrió la boca, pero no discutió. No porque estuviera de acuerdo… sino porque reconocía esa lógica. Esa forma de proteger que no pide permiso.

Sophia, como si entendiera que Charlotte era una presencia distinta, estiró los brazos hacia ella.

Charlotte la tomó sin dudar.

Y la sostuvó con esa firmeza que no era ternura fácil, sino seguridad.

—Escúchame —le dijo a Sophia, seria, como si le estuviera explicando una cláusula—. Esto es importante. No porque sea dinero. Porque es salida.

Sophia la miró con esos ojos grandes de criatura que no entiende palabras… pero sí entiende tono.

Charlotte continuó, igual de seria. No “voz de bebé”. No canciones.

—Yo lo necesité y no lo tuve —dijo—. Quizá porque yo no tenía una hermana mayor.

Le acomodó un mechón del vestido pomposo con dedos precisos, como si ajustara un detalle en un contrato.

—Pero tú sí.

Sophia parpadeó, fascinada con la cara de Charlotte, con esa autoridad fría que, por alguna razón, a ella le daba risa.

Charlotte estaba en mitad de la frase cuando sintió una presencia acercarse demasiado. Una cercanía que muy pocos se permitían.

Jonathan.

Traje gris. Sin corbata. Gabardina a juego, impecable, como si el invierno fuera parte de su estética y no un accidente del clima. Traía una caja de regalo enorme que una empleada le recibió al instante sin preguntar nada, porque en esa casa la gente no preguntaba cuando el tamaño del regalo hablaba por sí solo.

Jonathan no saludó de inmediato.

No entró pidiendo permiso.

Solo sonrió, juguetón.

Se inclinó y, con una precisión absurdamente caballerosa, besó el lomo de la manita de Sophia.

—Dios… —murmuró—. Te ves como una princesa.

Sophia soltó una risa clara, feliz, como si acabara de aprobarlo.

Jonathan levantó la mirada, divertido, y dejó caer la frase con la misma elegancia venenosa con la que se sirve un comentario en una mesa cara:

—Ojalá todas las Queen reaccionaran así a los halagos.

Charlotte lo fulminó con la mirada sin mover un músculo.

No dijo nada.

Porque decir algo era admitir que el golpe había entrado.

Jonathan recuperó la compostura en el mismo segundo, como quien sabe cuándo dejar de jugar para no romper el tablero.

Se enderezó y, por fin, la saludó formalmente.

—Señorita Queen.

Charlotte lo miró con frialdad calibrada, Sophia aún en brazos, como si el bebé fuera un escudo y una prueba al mismo tiempo.

—Dickins.

Y por un instante breve, en medio del ruido de la élite neoyorquina y los globos demasiado caros, quedó claro algo que Charlotte no pensaba reconocer en voz alta:

Jonathan sabía moverse incluso aquí.

En su territorio.

En su apellido.

Y eso… era peligroso.

Charlotte sostuvo a Sophia un segundo más, como si el peso de la niña le diera derecho a no participar del espectáculo.

Luego miró alrededor: las caras conocidas, las sonrisas pulidas, los trajes, las copas. El murmullo con textura de club privado.

Y soltó, seca, como si estuviera dictando un memo:

—No sabía que el cumpleaños número dos de Sophia se iba a convertir en una junta de trabajo. —Pausa mínima—. Al menos así no habría tenido que venir obligada.

Jonathan ladeó la cabeza, divertido, sin perder la compostura. Miró hacia el salón como si evaluara la escena con la misma frialdad con la que evaluaba un presupuesto… pero con una sonrisa escondida.

—No es una junta —dijo—. O al menos eso no decía la invitación.

Charlotte lo miró, escéptica.

Jonathan hizo un gesto con la barbilla, como señalando algo invisible.

—Esa tarjeta de papel aterciopelado, con lazo de seda, que parecía más una amenaza que un cumpleaños.

Charlotte hizo una mueca. No de risa. De despropósito.




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