Charlotte

Capítulo 85. — Apuesta de exportación.

Cinco meses después, el imperio volvía a hacer lo que mejor hacía: convertir una voz en inevitabilidad.

El álbum tenía un nombre simple y un filo perfecto: 21.

El primero con Interscope.

El primero con el sello de Charlotte Queen encima, aunque su apellido no estuviera impreso en ninguna portada.

Era mediodía en Nueva York, pero en la oficina de Charlotte el tiempo ya se estaba midiendo en otra unidad: actualizaciones.

Entraba y salía de listas como si fueran puertas giratorias. Pantalla. Refresh. Pantalla. Refresh.

Cada par de minutos, un número cambiaba.

No era todavía el número uno.

Pero era lo bastante alto —lo bastante rápido— como para que el aire se sintiera distinto.

Charlotte no sonreía.

Solo trabajaba con más precisión, como si el éxito fuera un dato que había que administrar antes de que el mundo lo malgastara.

La puerta sonó.

El intercom se encendió con la voz pulida de su secretaria:

—Srta. Queen… el señor Dickins y la señorita Adkins.

Charlotte no dejó de mirar el iPad.

—Que pasen.

La puerta se abrió.

Jonathan entró primero con una botella de champagne bajo el brazo y tres copas, como si hubiera decidido que hoy el protocolo era otro. No llevaba ese modo de “manager correcto” pegado a la piel; hoy parecía… humano, y eso en él era casi insolencia.

Adele venía detrás, con esa energía dulce que jamás parecía ensayada. Traía la cara de alguien que no termina de creerse que el mundo se está moviendo por su garganta.

Jonathan alzó la botella apenas, como quien muestra evidencia.

—Pensé que, en honor a tu obsesión por las cifras, merecíamos algo que no se pudiera medir tan fácil.

Charlotte levantó la vista por fin.

No cambió la expresión.

Pero sus ojos lo recorrieron con una evaluación que no era laboral… y Jonathan lo notó.

—¿Vienes a festejar un “todavía no”? —preguntó ella, seca—. No estamos en número uno en ninguna lista.

Jonathan sonrió, sin vergüenza.

—Todavía.

Adele soltó una risita como si estuviera mirando a dos adultos discutir por deporte.

—Creo que los dos están igual de nerviosos —dijo, casi feliz.

Charlotte la miró.

—Yo no me pongo nerviosa.

—Claro —respondió Adele, angelical—. Tú solo pareces una estatua a punto de demandar a alguien.

Jonathan se rió, suave, mientras abría la botella con un gesto perfecto. El corcho no explotó: obedeció.

Sirvió primero para Adele.

Luego para Charlotte, sin pedir permiso.

Y al final para él.

Levantó su copa.

—Por el lanzamiento —dijo—. Por una voz que no necesitó efectos. Y por una mujer —miró a Charlotte con descaro medido— que convierte el caos en estrategia.

Charlotte sostuvo la copa sin brindis teatral.

—Cuidado, Dickins. Suena a halago.

—Es un informe —contestó él.

Adele alzó su copa con entusiasmo real, y por un segundo el mundo se sintió simple.

Bebieron.

La tarde siguió entre números subiendo, teléfonos vibrando, reuniones que se apilaron solas, y Adele flotando entre incredulidad y gratitud como si todavía estuviera a dos pasos de pedir perdón por existir.

Cuando el sol ya había empezado a bajar, Adele guardó su celular con un gesto rápido, respiró hondo y miró a ambos con la misma cara con la que cantaba: directa, sin miedo.

—Ok —dijo—. Ya. Basta.

Charlotte alzó una ceja.

Jonathan se recostó apenas en el sillón, divertido.

Adele señaló con la copa a uno y luego al otro, como si estuviera marcando un ritmo.

—¿Cuándo van a aceptar que pasa algo entre ustedes?

Silencio.

El aire en la oficina no se congeló.

Se afiló.

Charlotte torció la sonrisa. No negación. No confirmación. Evasión elegante, que en ella era un arte.

—Adele —dijo—, tu trabajo es cantar. El mío es evitar que el mundo se equivoque contigo.

Jonathan no le quitó la mirada de encima a Charlotte.

Adele los miró un segundo más, encantada de su propia travesura.

—Dios, son insoportables —sentenció, feliz—. Los dejo solos antes de que se desmayen de autocontrol.

Tomó su abrigo.

Y antes de salir, remató con dulzura venenosa:

—Felicidades por el álbum. Y por… lo que sea que ustedes sean.

La puerta se cerró.

Y la oficina volvió a ser territorio de Charlotte.

Solo que ahora, el silencio tenía otra textura.

Jonathan dejó su copa sobre el escritorio sin hacer ruido.

Se puso de pie.

Caminó despacio, hasta quedar frente a ella.

Charlotte se reclinó en la silla con esa superioridad que se le había convertido en un juego privado. Piernas cruzadas. Copa en mano. Mirada de “inténtalo”.

Jonathan se inclinó sobre el borde del escritorio.

No invadió.

Pero redujo la distancia lo suficiente como para que el desafío se volviera real.

—Tengo una propuesta —dijo.

Charlotte sonrió torcida.

—Siempre las tienes.

Jonathan sostuvo su mirada.

—Un trato.

Eso hizo que el interés de Charlotte subiera un milímetro. Imperceptible. Pero Jonathan ya sabía leerla.

—Habla —ordenó ella.

Jonathan no perdió el tono.

—Si 21 entra en la primera semana al Top 3… —dejó la frase caer como una ficha— tú aceptas ser mi novia.

Charlotte soltó una exhalación corta por la nariz.

No risa. Advertencia.

—¿Eso es lo que crees que soy? ¿Un premio por buen desempeño?

Jonathan no retrocedió.

Sonrió apenas.

—No. Eres una mujer que solo firma lo que puede defender. Así que lo puse en tu idioma.

Charlotte inclinó la cabeza, macabra.

—¿Estamos hablando de exclusividad, manito sudada, invitaciones comunes?

Jonathan asiente, conteniendo la sonrisa.

—¿Y si no entra?

Jonathan ladeó el rostro, como si estuviera a punto de subir la apuesta porque sabía que a Charlotte el riesgo la excitaba más que cualquier ternura.




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