Como volar por toda la ciudad sería una total imprudencia, sumado al poderoso dolor que sufría, decidió ir por los medios tradicionales a su casa. Tuvo que ir en autobús, cuando siempre prefiere caminar antes que subir a esos fierros añejos y maltrechos que suelen ser los buses internos. El traqueteo que este hacía mientras la llevaba era casi o menos preferible que un mazazo en la cabeza para Amelia, buscando con tapar sus oídos que aquel infernal ruido desapareciese.
La dejó a un par de cuadras de su casa, porque es imposible que un transporte pueda llegar a su casa. Hasta el más osado conductor dudaría de tomar como atajo algún tramo cercano a su casa. Ese extraño camino de tierra roja en forma de "C", con un camino del relieve de los Andes y muy extrañas ramificaciones, como pequeños senderos que atraviesan baldíos con maleza hasta el cuello o caminos que llevan a más casas, para terminar frente a una, era el trayecto que llevaba a la aquejada Amelia a su casa, a ese callejón que con su antonomástico silencio que, por primera vez, le traía confort. Pese a su hermetismo, siempre odió vivir en un lugar tan aislado, lejos de su colegio, del centro de la ciudad o de Asunción incluso, lejos de los shoppings que, anecdoticamente, detesta por su "enfermo consumismo"... Pensar en por qué la reconfortaba solo agrandaba la cefalea.
Llegó a su casa que, como era de esperarse, estaba vacía. Aquel dolor se agudizó apenas puso un pie en ella y esto fue la gota que colmó el vaso. <¡Basta!> Gritó, pensando que aquello podía controlar ese típico síntoma de malestar o estrés. Pensó que puede deberse a demasiadas cosas, aunque pensar en ello solo lo empeoraría. Contra todo pronóstico, esa exhortación paró en seco el dolor. Empezó a recorrer con sus manos el cuero cabelludo, adelante, atrás... no quedaba rastros de la terrible jaqueca que sufría. Supuso -otra vez, sin equivocarse- que se debía a la extraña magia que estaba expulsando últimamente y esto, ya sin el obstáculo de la aflicción, empezó a asustarla.
Estaba sola en la casa, como de costumbre. Se pasaba el día sin encender la luz, le gustaba que solo la luz que entraba por la gran ventana de la cocina y un tragaluz en una esquina del techo sean sus reflectores naturales. Ayudaba bastante esa iluminación cuando se sentía triste, cuando volvía a su casa de la misma forma que salió: Sin ninguna ambición, sin sueños u objetivos sencillos siquiera, como un corcho lanzado al mar de la sociedad, destinado únicamente a flotar pero no a nadar, a sumergirse, a levantar las olas... solo a ser llevada por la marea a donde esta se le antoje.
Caminaba alrededor del largo pasillo-comedor-cocina que la llevaba a la pieza de su madre, la suya, al baño y que empezaba con la sala, en el frente. Dibujó varios círculos deformes en las baldocitas color bordó del suelo con su andar. Necesitaba explicarse que, lo más "genial" -callar a la insoportable de Erika, escaparse del colegio- que le había sucedido en la vida, era lo menos concebible posible -considerando los raros poderes que usó para dichas situaciones, claro está-. Su madre, siempre tan en contra de ella -se dijo-, solo la castigaría eternamente por no solo escaparse y pelearse, sino por tamaño disparate. Como lo suyo nunca fue ser calculadora o especulativa, las consecuencias pesimistas empezaron a sobrepasarla. Mientras balbucía excusas o las cosas que podría decirle su madre, se echó a llorar recostándose en el aparador de la cocina, pegado al tabique que divide el baño y el comedor. Recostada, tuvo un extraño reflejo: se cubrió, como si estuviese a punto de recibir un golpe directo a la cara; ese raro movimiento la asustó, le paró el llanto y con una rodilla en las baldosas bordó, comenzó a observar en derredor y no encontró rastro sobrenatural a qué culpar.
Fue directo a su habitación, no sin detenerse abruptamente junto a su refrigerador, que mantenía su misma ubicación casi 12 años después. Se puso a un costado, justo el contiguo a su puerta y, como guiada por una corazonada, empieza a asomar lentamente la cabeza, buscando espiar algo invisible en el comedor. Aquella escena, junto con la del extraño espasmo defensivo se mezclaba con imágenes cada vez más vividas. Empezó a ver el corredor en la oscuridad de la noche, escuchó llantos, gritos... y ¡Ring! ¡Ring! el desfasado teléfono a disco que mantenían en la casa sacó de un jalón a Amelia que apenas si pudo romper el trance en el que estaba sumergida.
-¿Hola? -respondió aún bastante confundida.
-¡Amelia! -Gritó rabiosa su madre.
-Ajj -La naturalidad de Amelia volvió en un instante- ¿Qué es mamá?
-¿Qué hiciste ya otra vez? Me llamaron del colegio...
Si se analizaba aquel tono, en realidad, el enojo no era por el hecho en sí. Había una preocupación implícita, un malestar sobre lo que realmente pasaba.
-¿Cómo que ya otra vez? -la fiereza de la hija ya superaba a la de la madre- ¿Cuándo yo te hice problema en el colegio?