Cherry Blosson

2

Capítulo 2: La voz en los pétalos

Cherry POV

El sueño tenía sabor a invierno.
A ese aire inmóvil que flota entre lo real y lo imposible.

Cuando abrí los ojos, por un momento no supe dónde estaba.
El techo blanco, la luz difusa que entraba por la ventana… todo parecía igual que siempre, pero algo dentro de mí había cambiado.

Por un instante, quise creer que lo de anoche —la rosa negra, el hombre del abrigo oscuro, y el otro… aquel cuya presencia hacía morir las flores— había sido solo una pesadilla.

Pero el temblor en mis manos decía lo contrario.

Me incorporé despacio. El reloj marcaba las tres y cuarto.
Tres de la tarde.

—¿Dormí todo el día? —murmuré, mi voz apenas un hilo.

Bajé las escaleras, y el olor a pan tostado y café me envolvió antes de llegar a la cocina.
El aroma debería haberme reconfortado. No lo hizo.

Mi madre estaba allí, impecable como siempre, sirviendo té con la serenidad de quien nunca ha conocido el caos.

—Buenos días… o tardes, más bien —dijo sin mirarme—. Dormiste como una piedra.
Tienes un encargo de doscientas peonías para la boda de los Fontaine, y el señor Presley quiere que sanes tres orquídeas. Están casi muertas.

Su voz sonaba tan tranquila, tan terrenal, que por un segundo me pregunté si realmente lo de anoche había ocurrido.
¿Y si lo había soñado todo?

—¿Qué hora dijiste? —pregunté, con la garganta seca.
—Las tres. Y te ves pálida, cariño. ¿Pasó algo?

Negué con la cabeza, aunque mi corazón no me creía.
Corrí a vestirme y salí casi sin desayunar.
Necesitaba verlo con mis propios ojos.
Necesitaba saber si seguía ahí.

---

El hospital de flores olía a humedad y a secretos.
El sonido del agua goteando, las luces suaves… todo parecía exactamente igual, pero el aire era distinto. Más denso.

Noah estaba junto al mostrador, sosteniendo una taza de chai.
—Buenas tardes, bella durmiente —bromeó—. Dormiste como quince horas.
Levantó una cajita blanca—. Te traje pastel de arándanos.

—Gracias… —respondí, aunque apenas lo miré.

Mis ojos ya estaban fijos en la caja de cristal.

La rosa seguía allí.
Negra. Silenciosa.
Y, de algún modo… viva.

Me acerqué, conteniendo la respiración.
El reflejo del vidrio devolvía una imagen distorsionada de mí misma.
Extendí la mano y toqué el cristal.

Un pétalo titiló.
El color cambió: del negro absoluto a un rojo oscuro, profundo, casi como sangre.
Era como si la flor hubiera exhalado.

—¿Cherry? ¿Qué haces? —preguntó Noah.

No respondí.
Algo —una presencia suave y remota— se deslizó dentro de mi mente.

Cherry…

El susurro fue apenas un pensamiento, pero lo sentí.
No era mi imaginación. Venía de algún lugar más allá del sonido.

El aire se volvió pesado.
Las flores del hospital se inclinaron, como si escucharan también.

Ven…

Mis pies se movieron solos.
El corazón me martillaba el pecho, pero no podía detenerme.
Caminé hacia la puerta sin mirar atrás.

—Cherry, ¿a dónde vas? —gritó Noah, pero su voz sonó distante, ahogada.

Las puertas se abrieron solas al acercarme.
Un viento helado me golpeó de lleno.

Seguí la voz calle abajo.
No pensaba. No sentía miedo. Solo esa urgencia, esa atracción hipnótica que me llamaba con dulzura y amenaza a la vez.

Hasta que crucé la calle.

Un claxon desgarró el aire.
Un rugido metálico.
El tiempo se detuvo.

Vi el coche acercarse demasiado rápido.
No tuve tiempo de gritar.

Y entonces algo me empujó.

No sentí el impacto.
Solo un calor que me envolvió, un muro invisible que me sostuvo con una fuerza imposible.
El ruido desapareció.
El mundo también.

Cuando abrí los ojos, estaba en el suelo, jadeando.
El asfalto frío contra mis palmas, el murmullo de la gente a mi alrededor.
Los autos habían frenado.
Noah gritaba mi nombre desde la acera.

Y frente a mí…

Alexander.

De pie.
Su abrigo oscuro ondeaba con el viento.
Sus ojos grises me buscaban, incrédulos, llenos de algo que no entendí.

—¿Estás bien? —su voz era baja, quebrada, casi una súplica.

Intenté responder, pero mi garganta no obedeció.
Él se inclinó y me tomó del brazo con cuidado.

Su piel estaba helada.
Y sin embargo, sentí calor.

Me ayudó a levantarme, y por un instante, creí ver una silueta detrás de él.
Una figura luminosa, suspendida entre el humo de los autos.
Parpadeé. Desapareció.

Alexander me observaba.
Y en su mirada había algo más que preocupación.
Culpa.
Miedo.
Y un destello de ternura que me desarmó.

—No debiste tocar la rosa —murmuró.

Sus palabras sonaron como una sentencia.

El viento sopló con fuerza, arrastrando el olor metálico del asfalto y algo más… algo antiguo.
Mientras él me sostenía, tuve la certeza de que esa voz —aquella que me había llamado— seguía allí.

Observando.
Esperando.

Sintiendo el frío de la muerte rondando por todo mi cuerpo. Y la sensación de que la muerte me había mirado…
y había decidido dejarme vivir.

(...)

POV: Nathaniel

No era su hora.
Y no porque yo lo dijera —las horas de la Muerte no se discuten—, sino porque su nombre aún no brilla en mi libro.

Cherry Blossom.
Vida pura. Un error temporal.
Pero alguien había intentado adelantarse, y eso sí era un problema.

Yo no salvo, no protejo, no amo.
Solo recojo.
Y hoy no era día de cosecha.

Sentí el cambio antes de verlo.
El aire se deformó, el suelo vibró, y de la grieta del silencio surgió una voz envuelta en humo:

—Siempre tan puntual, Nathaniel. —Lucian apareció entre sombras, su piel parecía hecha de ceniza viva—. Pero esta vez llegaste un poco tarde, ¿no?

—Depende del reloj que uses —respondí sin mirarlo—. ¿Qué haces fuera de tu agujero, demonio?




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