Éste no es mi sitio. Tengo que irme de aquí.
Pensaba mientras iba organizando mi maleta con lo imprescindible, rodeada por los antaños recuerdos de mi habitación, aquella donde creé mis sueños y mis ilusiones. Iba ordenando mi ropa por temporada y con lo que pegaba con unos simples vaqueros para no llevarme todo un vestidor en un espacio tan pequeño. Espero que donde vaya haya algunas tiendas que sean baratas.
Junto con mi amiga Dory, nos íbamos a ir lejos de esta ciudad, a un lugar donde yo pudiera sentirme a gusto, donde no me tuviera que comparar con nadie.
-Hija...no te vayas...
Mi madre estaba inmóvil en el marco de la puerta, viéndome empacar mis cosas con la más pura tristeza en sus ojos. Los años no habían destrozado sus perfectos rasgos de belleza, pero aquella expresión te destrozaba. Me rompía el corazón verla así, pero ya no podía seguir fingiendo más que me sentía igual a ellos.
-Mamá, tengo que hacerlo. Aquí no soy...feliz...
-Creíamos que lo eras...
-Yo también lo pensaba... -solté mirando el suelo, no pudiendo soportar sus lágrimas recorrer su cara.
Creía que lo era. Soy una chica con suerte de tener unos padres que me amaban, un hermano que siempre estaba conmigo cuando lo necesitaba, una cuñada divertida y unos amigos que creía que no me los merecía. Pero me faltaba algo, algo que me hiciera estar segura que pertenecía aquel lugar, a la manada.
Unos años antes -días después de la boda de mi hermano y Leyla- bajo mis suposiciones, fui a los doctores a que me examinaran, que hicieran pruebas conmigo y todos los análisis que pudieran hacerme para determinar el por qué no me transformaba, por qué no tenía esa vocecita que todos oyen, y mis sospechas se hicieron realidad.
Algunas agudezas visuales, de olfato y de oído, fuerte complexión muscular y correr rápido, pero nada más.
No había nada licántropo en mí.
No era una loba completa.
Fueron días de llantos, de encerrarme en mi habitación, de escuchar discutir a mis padres, de tener a mi hermano y a mi cuñada tras la puerta intentando que saliera a comer, de las llamadas persistentes de mis amigos. Pero yo sabía lo que les rondaban por la cabeza al verme, de lo que pensaban los demás con su cara de lástima hacía mi persona.
Aquello que me faltaba, aquel rasgo genético que nos unía, nunca lo llegaría a tener. No sería como ellos.
Sabía que no podía estar encerrada de por vida en un cuarto. A las dos semanas, salí con una fingida sonrisa y un falso "estoy bien", encerrando bajo llave mi verdadero estado de ánimo y guardándome para siempre mis inseguridades.
Al cumplir los 18 y terminar el curso, tuve la clara decisión de irme un año después.
Cerrada la maleta y mis otras pertenencias en una maleta de mano, clausuro una nueva etapa y comenzando otra. Esta vez hacia lo que realmente quería.
Me acerqué a mi madre y la abracé.
-Estaré bien. Me he informado de aquel sitio y de la Universidad y tienen buena pinta. Dory estará conmigo y os llamaré todos los días.
-Pero...
-También vendré a veros en Navidad y en las vacaciones de verano -Me alejé un poco para mirarla a los ojos y darle una calurosa sonrisa- No estoy rompiendo lazos ni nada por el estilo. Sólo quiero...alejarme un poco de lo que es una manada y lo que conlleva, de lo que es ser un lobo aquí. Quiero ser una chica normal en la flor de la vida -era irónico que utilizara ese término para describir lo que busco, pero esperaba que a mi madre le sirviera para entenderme.
Apaciguó su llanto y me devolvió el abrazo con más fuerza. No dijo nada y lo agradecí. Nos quedamos un rato así hasta escuchar la bocina del coche llamándonos.
Con su ayuda, bajamos las dos maletas y cogí mi mochila con toda mi documentación y la chaqueta vaquera del recibidor.
-¡Venga, que se nos hace tarde! -mi padre gritaba, dándonos prisa en meter las cosas y dirigirnos al aeropuerto.
Entre toda mi familia, mi padre era el único que estaba de acuerdo con mi decisión -en parte- Entendía que quería tener mi espacio y que estuviera apartada con todo lo relacionado a "lobos" por unos años y que tuviera una vida mundana. Con su ayuda, puso todo en regla para mi estancia allí, para que me sintiera lo más cómoda posible, pero sabiendo que tendría noticias mías.
En el trayecto, me quedé mirando el paisaje de la ventanilla, sumergida en mis pensamientos y despidiéndome de lo que conocía ¿Cómo sería vivir allí? ¿Conseguiría encajar? Y si no, ¿qué haría?
En cuarenta minutos llegamos al aeropuerto. Supuestamente Dory había llegado antes y me esperaría en la terminal con su familia. Me di prisa en ir al mostrador y entregar la maleta grande, llevándome la pequeña de mano y mi mochila conmigo. La mujer acreditó mi billete y fuimos tranquilamente a la terminal de mi avión, que despegaría -supuestamente- en unos veinte minutos.
-¡Valentina! -escuché el grito de mi amiga, saludándome, agitando frenéticamente la mano en alto.