Chica nueva, jefe nuevo

Capítulo 3

—¿El…Empire State…dice?

No contesta. Rayos.

—Yo…

Intento pensarlo, imaginarlo y trayendo a mi raciocinio la posibilidad de medir, de que los conceptos adquiridos y mi vertiente artística consigan hacer cuadrar todos los aspectos que hacen a las medidas necesarias para que el ingreso pueda lucirse.

Ni siquiera lo conozco en persona, esta es mi primera vez en Nueva York, pero claro que lo he trabajado muchas veces en mi computadora y en mis diseños para saber cómo sería. Una vez que encuentro la respuesta, fluye desde la fuente infinita de inspiración que hay en mí:

—Sobrio y moderno. Usaría tecnología led para la luminaria, ecológica en lo que implica ahorro de energía y colores cálidos en lo que implica navidad. No usaría la estrategia del árbol navideño para la entrada, pero sí la estética de regalos diseñados que puedan ubicar a los turistas para las fotos desde los costados así no bloquean el acceso, pueden tomarse fotos de a varios por vez y en todas las ópticas tienen una buena toma sin superponerse entre ellos.

Me sigue observando.

¿Está bien? ¿He pasado la prueba?

Una de las comisuras de sus labios hace una curvatura hacia arriba y me siento embobada por esa imagen.

—Ha sido una buena respuesta—me contesta sin más y el corazón se me hace un nudo en el pecho—. Pero sospecho no conoces personalmente el Empire State.

Sí, ha sido como si me tomara de la mano para llevarme a la cima y luego me dejase caer con un empujón.

—No, señor Grant. No lo conozco personalmente.

—Hay medidas para evitar que los aglomeramientos turísticos no bloqueen los accesos ni entorpezcan la estética del edificio.

—¿Sí? Oh, es genial.

—Es decir que no es necesario que sea navidad para que pueda tomarse una medida, sin embargo, es válido. Porque aplicaría de todos modos.

Y ahí viene una avioneta enviada por él dispuesta a rescatarme de esa caída libre para luego devolverme a la cima.

Estoy segura de que hay alguna ley de la física que establece que alguien no puede ser tan guapo y exitoso al mismo tiempo. Cada palabra que sale de su boca es como una nota de una canción romántica, y cuando habla de negocios, suena como el director ejecutivo de mis sueños más salvajes.

Entonces vienen más puestas a prueba respecto de cómo conocí el lugar, qué aspectos positivos tomo de los cursos que tomé y qué medidas tomaría en lo que respecta a la cúpula navideña de algunos monumentos (que deduzco, han de ser competencia del trabajo de ellos en la actualidad, espero no me roben ideas si no me contratan luego de esta entrevista).

La sala se convierte en una cámara de presión y yo soy la pobre alma que podría explotar en cualquier momento. No sé si Alexander Grant está lanzándome miradas de desaprobación, aunque también podría ser mi paranoia en modo máximo.

Hasta que no sé cómo ni por qué, mi cerebro decide ponerse en huelga y le tiro en una respuesta:

—El color de ese árbol tomaría el mismo tono que las palomitas que quemé en el microondas el fin de semana pasado.

Parpadea, confuso.

—¿Es un chiste?

—Ejem, no. Lo siento.

—¿En serio quemaste palomitas en microondas?

—Y no es la primera vez. Espero no afecte a mis capacidades para esta entrevista.

Es como esas personas que te hacen dibujar una casa y ya te dicen si eres capaz de hacer volar un edificio o salir a acribillar perritos en la calle. Como si hubiese algo a modo anecdótico o metafórico que podría revelar tus más oscuros secretos.

Intento excusarme pero empiezo a divagar sobre mi primer trabajo en el campo donde mi padre trabajaba en la cosecha de girasoles, mi amor por los gatos y cómo una vez quemé palomitas de microondas, todo en un solo párrafo. Miro mi currículum, tratando de encontrar respuestas en él, pero parece tan útil como un paraguas en un submarino.

Alexander me observa con una expresión que oscila entre la confusión y la sorpresa, como si estuviera presenciando un acto de circo muy mediocre, demasiado lamentable para ser cierto. Presa de la pena disfrazada de sonrisas bobas, decido cambiar de estrategia y soltar una broma para aligerar el ambiente. Pero resulta que mi habilidad para hacer chistes en situaciones tensas tiene el mismo nivel de eficacia como intentar abrir un paquete de papas fritas en una biblioteca silenciosa.

Él levanta una ceja y asiento nerviosamente, esperando que la tierra se abra y me trague en sus confines más profundos antes de que pueda decir otra cosa incoherente. No obstante, en lugar de eso, él sonríe. No una sonrisa de "será divertido decirle a esta chica que se largue de aquí" sino… Una sonrisa por demás genuina y cálida que me toma por sorpresa.

—Stephanie—declara aún con ese semblante que consigue arrancarme un suspiro el cual detengo a mitad de camino—, he entrevistado a muchas personas a lo largo de los años, pero nunca me habían hablado de su amor por los gatos durante una entrevista de trabajo. Creo que es…refrescante—dice, y siento que un peso se levanta de mis hombros—. Y me gusta apostar por lo nuevo.

(Okay, al menos se aprendió mi nombre).

—¿E-en…verdad?

Esta es la parte en la que me voltea la cara y me debe decir “no, ya lárgate” pero no sucede sino que acontece algo más:

—Eres audaz, tienes buen criterio y me gusta poner a prueba situaciones que la gente no se espera porque la vida es así, más el entorno laboral. Y eres segura de tu criterio, pero te recomiendo no hablar de gatos y palomitas en la misma frase, comparado con el diseño de una cúpula en medio de la ciudad lo cual es un negocio millonario que podrías tirar abajo si tu interlocutor tuvo mal día.

Parece que este cóctel de nervios y torpezas consigue llegar a buen puerto sin mayores desastres.

La esperanza se ilumina en mí. ¿Quién iba a pensar que hablar de gatos durante una entrevista podría funcionar a mi favor? ¡Que comience la nueva temporada de "Siendo un desastre en la vida de Alexander Grant"!




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