Chica nueva, jefe nuevo

Capítulo 18

—¡Stephanie!

—¡Aaaaaayyy, cielo santo, me duele!

Llega Grant en mi dirección y se me queda mirando como si fuese una suerte de bicho raro.

—¿Es en serio?

En realidad, no me mira a mí sino a los pedazos de concreto en el suelo. Yo misma debo afirmarme de la puerta de vidrio antes de desvanecerme del dolor.

—¿En serio…qué?—le contesto a Grant.

—¡¿Acabas de tirarme el buda?! 

—¡¡Creo que me he roto un hueso y te preocupas por tu buda!!

Ahora mismo en buda yace en el suelo como si hubiera decidido hacer yoga por su cuenta. Mi dedo chiquito del pie, ese héroe incomprendido que ha detenido mi impacto de narices contra la estatua ha chocado con una fuerza desproporcionada. No doy más y debo dejarme caer al suelo; lo siguiente que sé es que estoy derrotada con mi dignidad desmoronándose tan rápidamente como la estatua.

—¡¿Qué hueso?! 

—¡Mi dedito chico!

Él me echa un vistazo rápidamente en mi pie descalzo y lo sostiene, pero en cuanto se acerca a mi dedo chiquito, pone gesto de que en cualquier momento se va a desmayar o vomitar o ambas a la vez.

—¿Qué pasa?—le pregunto—. ¿Voy a necesitar pedicura?

—Creo… Creo que mucho más que eso.

Acto seguido bajo la mirada y descubro mi dedo pequeño vuelto hacia atrás completamente en un esfuerzo de mirarme cara a cara con la yema del dedico.

—¡CARAY!—digo, aterrada en cuanto caigo en la cuenta de lo que me ha sucedido—. ¡CARAY, CARAY, NI SIQUIERA TENGO SEGURO MÉDICO! 

Creo que la parte de hacerme a la idea de lo que me puede salir arreglar ese dedo roto consigue descomponerme más que ver mi propia imagen.

—¡Debes ir a un médico!—exclama, apartándose de mí como si tuviera la peste.

—¡Claro que no! Mi abuelo era acomodahuesos en el campo, creo que me quedaron conocimientos de él.

—¡Ni se te ocurra acomodarte eso tu sola!

—Mi madre no crió a una perra débil—digo, acercando mis manos al dedo girado y suelto un grito apenas rozo nomás con éste—. ¡Ouuuucuh! 

—Vamos a… Vamos a buscar ayuda, ¿okay?

—¡Pídame un taxi y me voy a trabajar, por favor, déjeme estar descalza! 

—¡No, te llevaré a un hospital!

—¡Que no tengo seguro médico!

—¡Olvídate del seguro médico!

—¡¿Acaso usted pagará por eso?!

—¡Si!

—¡No!

—¡Sí pagaré!

—¡Me lo descuenta, entonces!

—¡No pienso descontar eso!

—¡Ve cómo es, señor Grant!

—¡Sólo déjame ayudarte!

La combinación de mi dramatización y la preocupación genuina de Alexander nos lleva a un intercambio de gritos que oscilan entre la comedia y la tragedia.

Finalmente me aprieta una nalga.

—¡OIGA!—le digo, furiosa—. ¡QUÉ LE PASA!

—¡Estoy ayudando!

La aprieta más duro.

Y lo abofeteo.

—¡¿QUÉ RAYOS TE SUCEDE, STEPHANIE?!

—¡ME ESTÁ TOCANDO!

—¡TE ESTOY RECOGIENDO PARA LLEVARTE A MI AUTO!

Entonces comprendo que en verdad lo que busca hacer es levantarme. Cedo por fin y envuelvo su cuello con mis brazos para que me eleve.

—Despacito, despacito—le pido.

—¡Eso intento, quédate quieta, Stephanie!

Intento encogerme para que me lleve en sus brazos sin que me termine dando en la cabeza con una puerta o que yo pueda tirarle otro bien preciado.

El asunto es que durante el intento de llegar a su auto, mi nariz se afirma contra su pecho y huelo desde cerca su aroma varonil y hasta me roza la piel sus vellos incipientes que asoman por encima de la bata de dormir. Lleva puestos también unos pantalones holgados que le sientan de maravilla, aunque termina por buscar unas zapatillas que tiene debajo en un perchero en la entrada principal.

Acto seguido salimos y cierra la puerta tras de sí.

—¿No va a echarle llave?—le pregunto.

—No.

—Está mal—. Me conduce al ascensor—. Aunque sea un hombre ricachón, hay ladrones por todas partes.

—Deja de juzgar mi estilo de vida, tiene cierre automático.

—¡Entonces dígame que tiene copia de llave, por favor!

—¡Simplemente ya…dejemos de gritar!

Me llamo al silencio y nos metemos al ascensor. Una vez aquí, la tensión se vuelve un tanto bizarra.

Tan rara que no me veo venir el momento en que él empieza a sacudirse o tensarse y me vuelvo para caer en la seguridad de que no le ha dado una suerte de ataque catatónico porque es lo último que me falta.

—¿Se siente bien…?

Sigue con su carcajada.

—Es que…en serio…no puedo creer que rompiste una estatua de quince mil dólares.

—¡¿Quince mil qué?! Madre mía, madre mía, no lo puedo creer.

Me pregunto cuántas vidas hacen falta para que pueda llegar a pagarle todo eso.

—Señor Grant, no me descuente todo de una, vamos a da partes.

—Es que no…—busca contener esa risa—, no te lo voy a descontar, solo quiero meter la cabeza en un pozo y no salir de ahí. Eres todo un caso, Stephanie, no sé qué voy a hacer contigo.

—Sé que quizá merezco que me despida, ¡pero entienda que usted también se portó mal conmigo!

—Porque también me hiciste enfurecer y varias veces.

Puede que ahí tenga razón.

—No creo que haya sido por nada, de seguro usted me hizo enojar antes a mí.

Llegamos al subsuelo y me conduce a su coche, esta vez sin chofer. Con cuidado, me introduce en el asiento de conductor y, por el motivo que sea, no quiero apartarme de él.

—Me gusta tu habilidad para ser tan impertinente—dice con una suerte de deje risueño, pero su voz ronca ya comienza a llamarse a la sensatez una vez más.

—Y a mí… A mí me gusta su perfume varonil de su pecho, señor Grant.

—¿Qué?

—¡Digo! Que me gustó mucho su techo, señor Grant. Linda casa.

—Oh. Bien, despídete de ella, será la última vez que la visites—. Me guiña un ojo y luego el Grinch se sube al lugar de conductor.




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