Chica nueva, jefe nuevo

Capítulo 19

Con una mezcla de dolor y dramatismo a flor de piel, me encuentro en la sala de urgencias, donde un médico valiente decide abordar el dramático incidente de mi dedo chiquito del pie. La estatua de Buda ha sido un enemigo formidable, pero el médico, con una expresión que oscila entre la confusión y la compasión, toma el contexto con una seriedad que contrasta con mi vida digna de una tragedia melodramática que es en lo que ha convertido mi llegada a Nueva York.

La sala del hospital se extiende frente a mí, un paisaje que se asemeja a una mezcla de modernidad clínica y tranquilidad forzada que me sumerge en los efectos de los calmantes. Las cortinas blancas, que podrían pasar por telones de escenario en un teatro minimalista, se balancean suavemente, tratando de añadir un toque de privacidad.

—He sabido de golpes en el dedo chiquito del pie, pero este es el más brutal—comenta el doc—. Como si hubieses cometido un crimen e intentado escapar corriendo de algún lugar.

—Algo bastante cercano a eso—le correspondo al tiempo que pispeo de reojo la manera en que 

Las luces fluorescentes parpadean de manera intermitente, creando una atmósfera que parece sacada de una película de ciencia ficción de bajo presupuesto. Mientras descanso en la cama de hospital, las máquinas a mi alrededor zumban con una sinfonía de sonidos electrónicos, como acompañamiento de fondo para mis pensamientos medio mareados por la morfina.

El mobiliario minimalista y funcional revela la naturaleza eficiente de este lugar, donde la prioridad es la salud pero el diseño parece haberse quedado atrapado en alguna década pasada. Las sillas de plástico ergonómicas, aunque un intento de fusionar comodidad y practicidad, añaden un toque peculiar a la escena.

La paleta de colores se inclina hacia los tonos fríos o blancos que solo me remiten al cloro, sin embargo, entre el blanco estéril y el azul hospitalario, mi mente medio adormilada por la morfina encuentra momentos para divagar sumada la resaca por la gresca del día anterior.

A través de la cortina entreabierta, soy capaz de ver a Alexander Grant hablando enérgicamente por su móvil, él es un cómplice involuntario en esta travesía, con su característica mezcla de seriedad y leve sonrisa.

O no, qué va, involuntario no porque él me ocasionó cada una de las reacciones por las cuales ahora he terminado aquí.

—¡Ahí está, señorita Stephanie! Vamos a poner este pequeño rebelde en su lugar. —anuncia el médico, sosteniendo mi dedo chiquito como si fuera una joya rara.

Me vuelvo a él, un poco grogui.

—¿Eh?

¡Crack!

Mi mente divaga y creo que he quedado de todos colores.

Gracias a la intervención médica y quizás a una generosa dosis de morfina que me han administrado, el dolor empieza a disminuir con el crujido aún resonando en mis oídos, y mi mente medio adormecida se sumerge en un estado entre la confusión y la hilaridad.

—Doc, ¿sabe cuál es el colmo de un dedo chiquito con aspiraciones de ser el centro de atención el cual se acaba de romper?

—¿Eh? Ejem, no, ¿a ver?

—¡Ser un actor de “reparto”!

La puerta se abre de repente y Alexander entra con el móvil en la mano.

—Stephanie—advierte él.

—Señor, su esposa ya está en condiciones, pero veremos cómo sigue antes de enyesarla y pueda irse a casa.

—¿Esposa? Ella no es mi esposa—le contesta.

—Su estatua de buda es más importante que yo—le contesto y me arroja una mirada asesina.

—Bueno, su chica. 

—¡No soy “su chica”! —Esta vez le suelto yo al doctor.

—Ejem, les dejo así arreglan sus cosas y regresan luego a ponerle el yeso. ¡Permiso!

Huye, cobarde, vete.

—Tengo algo para decirle, señor…

—Espero no sea uno de tus chistes malos.

—No. Es que… Lo siento. Lo siento, en verdad. 

—Sí, ya dijiste eso antes.

—Es que, señor, ¡usted no llevaba puesta ropa interior!

—¿Eh?

Le miro el pantalón holgado y creo que me siento audaz en este momento.

—Rayos, no me había percatado, Stephanie.

—¿En qué momento llegaron del correo?

Él se vuelve a la puerta.

—¿Por qué lo dices?

—Por el servicio de paquetería, ¡jaaa!

—Rayos, caí.

—¿Sabe qué le dijo una serpiente a otra…?

—No, no lo quiero saber. ¿Sabes tú Stephanie que la anestesia que te dieron era localizada?

—¿Eh? ¿En serio?

—Sí.

—Rayos, entonces soy así naturalmente.

Consigo que suelte una risita.

—Qué voy a hacer contigo, Stephanie—comenta él y ya no me sirve de nada la excusa de que me dieron morfina porque al parecer no fue así.

—Seguir creyendo en mí y no me trate mal, por favor.

—No te trato mal.

—Sí que lo hace.

—Así soy yo, no es personal.

—Yo diría que sí.

Acto seguido le suena el móvil y tiene que apartarse. Al momento que sale a la puerta, se cruza con una enfermera que ya llega para el yeso.

—Abuelo—dice él al contestar y sale—. Aguarda, no puedo hablar aún.

De pronto la enfermera se vuelve todo mi campo visual mientras me ayuda con mi pie, pero mi cabeza ha quedado presa de la intriga de lo que Alexander Grant pueda estar hablando allá afuera que ha tenido que hacerlo lejos de mí.

 




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