Una vez que termina de ponerme el yeso la enfermera, se seca y me advierte que tendré que regresar para que el médico me revise.
Alexander Grant se aparece aún tecleando furioso en su móvil y me siento mal porque he de estarle atrasando toda su rutina de trabajo, se supone que cuando contratas a alguien tienes la función de facilitarle el trabajo, no de complicarle a rutina con sus tareas.
—¿Ya nos vamos?—pregunta.
—Ya se pueden ir—le pasa en limpio la enfermera—. Ella ya tiene cita para la revisión de ese pie a ver qué tal va y se recomienda reposo por los primeros días.
Ni loca puedo tomarme reposo habiendo comenzado mi trabajo.
—Bueno, vamos.
Mi inusual cómplice en esta aventura me ofrece el hombro para que me afirme en él y se acerca con una mezcla de seriedad y de incomodidad llevándome hasta el pasillo tras despedirnos de la enfermera.
—Ay, ay, ay—le digo—, me duele, me duele.
—No apoyes el pie en el suelo entonces.
—No vayas tan rápido.
—Tenemos prisa. Hay una reunión importantísima en una hora y no podemos llegar tarde.
—¿Podemos?
—Creo que le caíste bien a Sir Winston, pero le avisé que no puedes ir en estas condiciones. Debes hacer reposo.
Esperamos el ascensor, pero este demora una eternidad en medio de nuestra discusión sobre sus tiempos acotados y lo complicada que es la rutina, cayendo finalmente en la cuenta de que el bendito ascensor está averiado.
Termina por acceder a la siguiente opción.
Llegamos hasta la escalera y me clavo para mirarle con horror, dejando que el coraje se apodere de mí:
—No pienso faltar a una reunión con el señor Kaneki—le digo, decidida a poner un pie en el escalón, caerme y romperme el otro si es necesario.
—Creo que no tendremos opción.
—Debo ir.
—Debes hacer reposo, ya está avisado él.
—No puedo perder la oportunidad.
—No te voy a echar, ya te dije.
—Me lo merezco.
—¿Quieres que lo haga, acaso?
—¡No!
—Entonces no busques los motivos. Ejem… Stephanie, ¿cómo podemos hacer esto de manera que no termines rodando por las escaleras? —pregunta Alexander, evaluando la situación con una mezcla de preocupación y determinación.
Intentamos varias estrategias, desde la idea de caminar apoyada en él hasta la idea de deslizarme escaleras abajo como si fueran un tobogán improvisado, pero él me detiene antes de cometer una locura. Ninguna parece ser una solución eficiente, y mi pie enyesado protesta con cada intento.
—¿Qué tal si...? —comienza a sugerir Alexander, pero antes de que pueda terminar la frase, me mira con una sonrisa traviesa y me levanta en brazos como si fuera una novia recién casada.
—¿Otra vez me va a cargar como un saco de papas?—le pregunto, cuando en verdad mi cabeza acaba de sopesar la idea de “¿otra vez viajaré con la nariz apoyada en su pecho exquisito?”.
—¿Quieres que realmente te cargue al hombro? Porque no tengo problema, prometo no tocarte el pie.
—Prefiero la clásica, gracias.
Cuesta abajo (literalmente), Alexander carga conmigo con una gracia inesperada. La situación, entre cómica y entrañable, parece haberse convertido en un capítulo adicional de nuestra peculiar historia navideña. Los pasillos del hospital nos ven pasar, y las miradas curiosas de pacientes y personal médico agregan un toque surrealista a la escena.
Llegamos al subsuelo, y Alexander, sin dejar de sostenerme con delicadeza e incomodidad porque está teniendo que ser obligadamente delicado conmigo, llega hasta el aparcamiento y me mete de vuelta en su auto imponente y lujoso, que reluce como una joya entre los demás vehículos. Es un modelo que exuda elegancia y poder, con líneas aerodinámicas que parecen esculpidas por el mismísimo viento. Las llantas brillantes, los detalles cromados y el emblema reluciente en la parrilla contribuyen a su apariencia majestuosa. La luz del sol acaricia la carrocería en cuanto nos acercamos a la salida, haciendo que el frente del auto parezca casi iridiscente.
Los asientos de cuero son tan acogedores que invitan a sumergirse en ellos, y los detalles de madera y metal pulido añaden un toque de refinamiento. El aroma a nuevo aún persiste, como si cada viaje en este auto fuera una experiencia fresca y exclusiva, solo que yo no coincido con mi pinta de chica recién levantada con un yeso puesto ni él con su pijama aún puesto. Bueno, de hecho Grant sí exuda elegancia vaya como vaya así que sí, él sí está bien. Me pregunto si desnudo también combinaría con el estilo del coche…me temo que sí.
—¿Segura puedes ir a la reunión con Kaneki?—me pregunta y me siento atrapada, como si tuviese el poder de saber cuánto estoy pensando en sus pantalones holgados sin ropa interior.
—¿Ah? ¡Ah! Sí, señor. Debo hacerlo. Puedo…esforzarme.
—Entonces vamos a tu casa así te cambias. Tengo un traje en el maletero, puedo ducharme en tu casa así no perdemos tiempo.
—¿Mi…casa, dice?
—Sí.
Trago grueso, pensando en la que puede ser su reacción cuando sepa del nido de cucarachas en el que vivo.
Enciende el suave runrún del motor de su bonito coche e insiste:
—Dime dónde vives, Stephanie. Allá vamos, hay poco tiempo y Sir Winston te espera, solo no dejes que vuelva a lamerte la cara, por favor.