El beso en el lujoso sillón es tan apasionado que las mariposas que antes volaban en mi estómago ahora fueron sometidas a una bomba nuclear que las hace estallar y se encuentran cayendo en cascada por la humedad entre mis piernas. Mis manos, decididas a explorar nuevos territorios, se aventuran por la espalda de Grant, tras haberlo despojado de su camisa con la habilidad de un ladrón maestro. La tensión entre nosotros se eleva como un cohete espacial en pleno despegue y el tacto de mis dedos en los músculos alrededor de sus omóplatos son una delicia en estado puro.
La idea de dirigirnos a la habitación suena genial, pero la realidad se convierte en una misión digna de una película de misterios y obstáculos. Intento deslizarme con gracia hacia el paraíso del confort, pero mi pie enyesado se ya es un obstáculo formidable. La cama del señor Grant, tan majestuosa como la alfombra roja de los premios Oscar, se alza como una montaña que necesita ser conquistada.
—Ouch—digo al levantarme sin cuidado.
—¿Estás bien?
Le señalo mi yeso.
—Esto es tan poco sensual.
Grant, siempre caballeroso y ahora con una expresión entre salvajismo y determinación, me toma en brazos como si fuera una princesa en apuros. Pero claro, llegar a la cama no es el fin de nuestra comedia romántica, desde que le conozco he pasado una buena cantidad de tiempo como una damisela en apuros.
La habitación de Alexander Grant es un santuario de lujo donde cada detalle parece haber sido seleccionado por un comité de dioses del buen gusto. Al cruzar la puerta, te sumerges en un mundo de opulencia y refinamiento que desafía cualquier estándar de grandiosidad.
Las paredes están cubiertas con un tono neutro y suave, proporcionando un lienzo perfecto para las obras de arte cuidadosamente seleccionadas que adornan cada rincón. Cuadros colgados en las paredes que podrían costar más que el alquiler mensual de un apartamento común en esta ciudad se alinean con precisión milimétrica en mi campo visual.
La cama king size, la pieza central de la habitación, parece surgir del suelo como una isla celestial de confort. Las sábanas de alta calidad y las almohadas mullidas invitan a sumergirse en un océano de descanso regio. Un dosel de seda flota sobre la cama, agregando un toque de teatralidad digno de un palacio.
El mobiliario, una mezcla perfecta de antigüedades exquisitas y piezas modernas de diseño, crea una sinfonía de estilos que se complementan entre sí. Un escritorio pulido refleja la luz de una lámpara de pie esculpida con elegancia que hace juego a la perfección con un tocador de época, con espejo biselado, erigiéndose como un tributo al glamour de antaño.
Las cortinas, pesadas y lujosas, caen desde el techo hasta el suelo, añadiendo una sensación de teatro a la escena. Cuando se abren, revelan una vista impresionante de las luces de la ciudad que titilan en la distancia.
Todo en la habitación de Alexander Grant parece estar diseñado para recordarte que te encuentras en un reino de opulencia y buen gusto, me pregunto cuánto habrá cobrado el personal de decoración que tuvo a cargo esta tarea.
—Con cuidado—me dice él mientras me dejo caer en la cama y me abre los botones de mi camisa.
El desafío siguiente es quitarme la ropa, una tarea que se vuelve más complicada de lo esperado. Mi habilidad para desvestir a Grant se ha desvanecido misteriosamente, y ahora ambos nos encontramos enredados en una especie de juego de jenga de la pasión.
Es en medio de nuestras risas compartidas cuando Grant, con una mezcla de incredulidad y furia divertida, descubro que este hombre tiene la capacidad de reírse.
Wao, yo creía que no había sido bendecido con esa casualidad.
Sin embargo, tras ayudarme a quitar la falda por encima de mi pie enyesado, su semblante se desvanece y la seguridad en mi propia persona se desvanece.
—¿Q-qué sucede?—pregunto mientras hago una lista mental de todas las cosas que pueden ir mal conmigo en este momento.
—Tu ropa…—me dice echando un vistazo.
Entonces lo descubro yo también.
La elección de mi ropa interior. He optado por el conjunto que él mismo me había comprado y que, según sus expectativas, no podría ponerme estando en cercanía de Johnny o vaya Dios a saber si en compañía de cualquier otro hombre.
—Esa ropa te la compré yo, Stephanie. Con mi tarjeta personal.
—Yo…
—Y te la pusiste esta noche en una cita con otro hombre.
—No fue una cita, fue…
—Sí, fue una cita.
—Y tú tuviste otra y te chuparon la…
—Yo no llevo ropa interior que me hayas comprado tú.
—¿Quiere que me vaya? Me voy—le propongo.
Su expresión es tan afilada en la media luz de la habitación que su semblante se vuelve una auténtica maravilla: malicia y sensualidad a partes iguales en su máximo esplendor.
—No—me contesta por fin—. No quiero que te vayas.
Después de una pequeña pelea que involucra algún que otro tira y afloja, decidimos dejar de lado el enojo fingiendo olvido y vuelve a unirse a mis labios con gran habilidad. Sus besos descienden por mi cuello, por mi piel, por el valle que cae hasta la zona más sensible de mi cuerpo hasta dar con la humedad de mis mariposas y la mejor parte llega cuando su regalo va a parar al suelo y mi cuello se arquea pasando mi campo visual del techo al cielo estrellado del ventanal con las cortinas abiertas y la sensación me lleva en un éxtasis brutal camino a la deriva del placer y ya las mariposas se desvanecen como una cortina de humo exquisita y brutal.