Daniela estaba sentada en su mesa hablando por teléfono. Era la encargada de nuestra residencia y alguien bastante estricta con los horarios, las visitas y, sobre todo, con los chicos que iban.
La saludé con la mano desde lejos mientras me encaminaba hacia la habitación.
Evitaba pensar demasiado, así que me di una ducha rápida con agua caliente. Opté por ponerme mi bata de dormir; eran casi las dos de la mañana, así que supuse que Eros no vendría.
Revisé mi celular, pero no había ni un solo mensaje de su parte. Suspiré con desgano.
Me dejé el cabello medio húmedo y suelto, agradeciendo el calorcito que la bata me brindaba. Fui a la mini cocina por un vaso de leche antes de dormir, cuando escuché que golpeaban la puerta.
El corazón me dio un brinco, casi se me sale del pecho. Con cautela me acerqué a la puerta justo cuando la pantalla de mi teléfono se iluminó con un mensaje:
—Sé que estás despierta. Abre la puerta, por favor.
Eros estaba afuera. No sabía cómo sentirme. Me aferré a la manija y abrí despacio.
Era él. No pasé por alto que también se había bañado, o al menos cambiado de ropa.
Algo que me preguntaba era cómo había hecho para pasar frente a Daniela y lo dejara subir.
—¿Puedo pasar? —preguntó con seriedad.
Sin mediar palabra, lo dejé entrar y cerré la puerta tras él.
—Lo siento por las pintas, pero no creí que realmente fueras a venir —confesé.
—Claro que lo haría —Eros me recorrió con la mirada, como si pudiera ver a través de mí.
Ese gesto me desarmó tanto como me excitó al mismo tiempo.
—Por las pintas no te preocupes —dijo con voz ronca—. Estás bella con lo que sea que te pongas.
Lo vi tragar grueso mientras me observaba de nuevo.
Maldita sea… cada mirada suya era como un latigazo directo a mi espina dorsal.
Y a otro lugar.
La tensión entre nosotros y el silencio no eran del todo incómodos, pero sí se sentía esa chispa, esa electricidad recorriéndonos, como si quisiéramos decirnos mil cosas y, al mismo tiempo, devorarnos uno al otro.
Eros, sin despegar la vista de mí, se fue acercando poco a poco hasta quedar a centímetros. Alcé la cabeza guiada por esos ojos negros profundos que tanto me encantaban.
Mi cuerpo temblaba, mi corazón a punto de un ataque cardíaco, cuando su mano subió hasta mi clavícula y, con suavidad, dejó al descubierto mi hombro.
Eros lo besó. Sus labios suaves y húmedos conectaron con mi piel, haciéndome estremecer desde la cabeza hasta los pies.
Tomé su rostro entre mis manos. Nos miramos un segundo antes de comenzar a besarnos con torpeza, hasta encontrar el ritmo. Nuestras respiraciones eran un desastre.
El pelinegro me tomó de la nuca, metiendo sus dedos entre mi cabello y tirando ligeramente, arrancándome un gemido.
Eros se perdió en mis labios, y yo en los de él. Esa noche conocí lo que era la verdadera felicidad, la sensación real de “rozar el cielo con los dedos”.
****
La luz del sol se colaba por la ventana dándome justo en la cara. Intenté moverme, pero un peso sobre mi espalda me lo impidió. Eros me tenía abrazada, como si temiera que fuera a escaparme en cualquier momento.
Con cuidado de no despertarlo, retiré su brazo y lo coloqué sobre la almohada. Su torso descubierto y sus tatuajes a la vista. Uno de ellos era una mariposa abierta en su bíceps. Aunque no tenía color, era hermosa.
Una sonrisa tonta se formó en mis labios mientras lo observaba. Se veía tan tierno y relajado…
—¿Por qué, en vez de mirarme, no vienes a la cama conmigo? —me sorprendió su voz adormilada.
Entreabrió un ojo y levantó la sábana, invitándome a meterme junto a él. Dudé un poco, pero solo un poco.
No tardé en hacerlo.
Eros me pegó a su cuerpo, besando mi coronilla antes de buscar mis labios. Me besó de nuevo, como si toda la noche no hubiera sido suficiente.
De pronto estaba sobre él, mis manos en su pecho desnudo, mientras él me acariciaba sin descanso. Sus manos inquietas no dejaban de recorrerme una y otra vez.
El teléfono comenzó a vibrar, obligándonos a separarnos. Era el suyo. La imagen de una chica pelinegra apareció en la pantalla, pero no alcancé a ver más antes de que contestara de inmediato.
Hice el ademán de irme, pero me tomó de la mano, sosteniéndome mientras hablaba.
—¿Qué pasa, hermana? —dijo mirándome. Solo pude soltar una risita nerviosa.
Sentí mis mejillas arder al notar los celos… ¿de su hermana? Tenía que relajarme un poco.
Salí de la habitación, dejándolo en la cama con el teléfono pegado a la oreja, mientras me guiñaba un ojo.
No podía quitarme la sonrisa estúpida del rostro. Era como si me hubiera dado una parálisis y me hubiera quedado congelada con ella.
¿Conocen esa sensación en el estómago? Ese cosquilleo del primer día de clases, o cuando una montaña rusa baja en picada… Esa misma sensación sentía yo.
Y era abrumadora, porque…
—Buenos días, Bennett —mi hilo de pensamientos se cortó al escucharlo hablar a mis espaldas.
Esa voz grave y profunda que me hacía estremecer.
Se acercó y me dio un beso en el cuello desde atrás, abrazándome por la cintura.
—Después de todo, no te había saludado —dijo con una sonrisa. No me acostumbraba a verlo así; su semblante siempre había sido serio, pero creo que podría acostumbrarme muy rápido.
—Me encanta tu sonrisa —solté sin pensar.
Eros soltó una risa ronca que retumbó dentro de mí.
—A mí me encantas tú —respondió serio, mirándome a los ojos.
Carraspeé, acomodando mis lentes, y salí de entre sus brazos tratando de recuperar la cordura.
—¿Está todo bien? —pregunté en un intento por relajar el momento. En realidad no sé por qué cambié de tema.
—Sí, mi hermana solo quería saber cómo estaba —respondió simple.
—No sabía que tenías hermana —repliqué, y luego me arrepentí; sonó a reproche.
—Sí, nunca habíamos hablado del tema. Se llama Elena —dijo con calma.
Editado: 26.11.2025