Chispas de Navidad en Hollyridge

Bajo las luces, todo parece diferente

(Narrado por Lía)

A las siete en punto, Hollyridge se veía como una película: calles cubiertas de nieve mullida, faroles en tonos dorados, puestos de chocolate caliente y villancicos sonando desde la plaza principal.

Y yo… yo estaba frente a la pastelería, esperando a Esteban, con el corazón latiéndome más rápido de lo que quería admitir.

¿Nervios?
¿Frío?
¿O solo miedo a que todo esto se complicara todavía más?

La puerta se abrió y Esteban salió.

Y por un segundo… no pude respirar.

Llevaba un abrigo negro elegante, bufanda gris y ese aire entre malhumorado y atractivo que ya estaba empezando a reconocer demasiado bien.

—¿Lista? —preguntó.

Asentí, aunque mis manos temblaban un poco.

Empezamos a caminar por la calle principal, y de inmediato noté cómo la gente nos observaba con sonrisitas cómplices. El comité de eventos estaba por ahí, tomando fotos. Un grupo de adolescentes murmuraba “¡la nueva pareja!” como si fuéramos celebridades locales.

Yo quería que la tierra me tragara.

—Ignóralos —murmuró Esteban, acercándose un poco más a mí—. Si los miras, es peor.

—Estoy ignorando —le aseguré—. Solo que me están mirando demasiado.

—Se emocionan fácil… —suspiró—. Y más cuando creen que, por fin, estoy… bueno… intentando ser feliz.

Lo miré de reojo.

—¿Tan gruñón eres?

—No soy gruñón.

—Eres súper gruñón.

—No soy—

Una luz intensa nos interrumpió: acababa de encenderse el árbol gigante de Hollyridge, decorado con miles de bombillos dorados que caían como cascada.

La multitud aplaudió.
Y sin querer, chocamos un poco.
Mi mano rozó la suya.

Un toque mínimo.
Pero suficiente para sentir un corrientazo.

Esteban se quedó quieto.
Yo también.

Y por primera vez, no pareció querer alejarse.

—Lía —murmuró él, bajito, como si decir mi nombre fuese algo raro, algo nuevo.

Levanté la mirada.

Su rostro estaba a centímetros del mío.
Tan cerca que podía sentir su respiración mezclándose con el aire helado.

Y ahí, bajo las luces del árbol, en medio del ruido, del frío y de los murmullos curiosos del pueblo…
pareció que iba a pasar.

Ese tipo de momento que solo sucede una vez.
Ese casi–beso que te roba el aliento sin tocarte.

Pero antes de que ocurriera, una voz chillona explotó detrás de nosotros.

—¡LÍA, MI NIÑA PRECIOSA!

Me giré de golpe.

Doña Mireya.

Ahí estaba, con un abrigo verde esmeralda, maquillaje perfecto y una expresión de emoción que podría iluminar toda la calle.

—Doña Mireya… —susurré—. No sabía que… ¿usted también está aquí?

—Ay, hija, este evento nunca me lo pierdo —dijo, agarrándome de los brazos—. ¡Y menos cuando mi pastelería se ha convertido en el centro de atención gracias a ustedes!

Yo y Esteban nos miramos al mismo tiempo.

—¿Ustedes? —repetí, tensa.

—La parejita del año —respondió ella, encantada—. ¡¿Tú sabes cuánta gente quiere ir mañana a comprar galletas solo para verlos juntos?! Me han llamado todo el día.

Esteban se frotó la frente.

—Doña Mireya… no somos—

—Shhh, mi niño. No arruines la magia —lo interrumpió.

Y luego, Mireya se acercó a mí con mirada dulce pero penetrante.

—Lía, cariño… quiero hablar contigo mañana temprano sobre un asunto importante. Algo grande. Algo que puede cambiar tu estadía aquí.

Mi estómago se hizo un nudo.

—¿Algo malo?

—No, no —respondió ella, aunque sus ojos decían otra cosa—. Solo… es mejor que lo hablemos en privado.

Esteban tensó la mandíbula.

—¿Tiene que ver con la pastelería?

—Con la pastelería… y con el concurso —respondió ella—. Y quiero la opinión de Lía.

¿Mi opinión? ¿Por qué?

Cuando Mireya se alejó para saludar a un grupo de vecinos, Esteban se volvió hacia mí.

—Eso no sonó bien.

—Lo sé —respondí, sintiendo un escalofrío—. Y no me dijo nada más.

Él exhaló, frustrado.

—Mi tía —porque Mireya era como una tía para él— no hace nada sin motivo. Si quiere hablar contigo… es importante.

Lo miré sin querer admitir en voz alta que tenía miedo.

Y justo cuando iba a responder, cayó nieve sobre nosotros. No del cielo, sino del arco decorado arriba. Era nieve artificial mezclada con la real, creando un efecto precioso.

Esteban sonrió apenas, una sonrisa mínima, pero suficiente para hacerme olvidar el susto por unos segundos.

—Al menos la noche está bonita —dijo.

Lo miré. Y ahí volvió ese silencio que quema, que promete, que asusta.

El casi–beso todavía flotaba entre nosotros.

—Esteban… —empecé.

Él dio un paso hacia mí.

—Lía…

Y otra vez, como si el universo disfrutara arruinar momentos, la misma señora del comité apareció gritando:

—¡Foto de los novios bajo el árbol! ¡Vengan, vengan!

Esteban soltó un suspiro derrotado.

Yo me reí sin querer.

Y juntos, fuimos hacia la foto… aunque la tensión entre nosotros ya no era imaginaria.
Era real.
Y estaba creciendo.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.