Chispas de Navidad en Hollyridge

El secreto detrás de la vitrina

(Narrado por Lía)

Dormí pésimo.
Entre la “cita” involuntaria, el casi-beso, las fotos que nos tomó medio Hollyridge… y el misterio que Doña Mireya dejó flotando… mi cabeza era un caos.

A las 7:45 a.m. ya estaba afuera de la pastelería, con el estómago hecho un nudo.
Las luces todavía estaban apagadas y el olor a pan recién hecho me envolvió apenas entré.

Esteban estaba en la cocina, amasando como siempre.
Pero esta vez, cuando levantó la mirada y me vio, algo en su expresión se suavizó.

—Llegaste temprano —dijo.

—No pude dormir —confesé.

Él dejó la masa a un lado y caminó hacia mí, secándose las manos.

—Sobre lo de ayer… lo siento si te incomodé —murmuró—. Fue un momento raro. O bonito. O… no sé. Fue algo.

Lo miré, sin saber qué decir.
Porque sí. Fue algo. Algo que todavía podía sentir en mi pecho.

Pero antes de que respondiera, la puerta de la pastelería se abrió.

Doña Mireya.

Vestida impecable, cabello recogido, labios rojos y una carpeta en mano.

—Buenos días, mis niños —saludó, como si no hubiera dejado suspenso intencionalmente anoche.

Esteban se tensó.
Yo también.

—¿Podemos hablar? —preguntó ella, señalando las mesitas de la pastelería.

Nos sentamos.
Ella puso la carpeta frente a mí.

—Lía, cariño… sé que viniste a decorar la vitrina. Ese era tu único trabajo. Pero… tengo que pedirte algo más.

Mi estómago dio un brinco.

—¿Algo más?

Mireya asintió.

—Cada año Hollyridge participa en el Concurso de Vitrinas Navideñas del Condado. Es un evento grande. Sale en las noticias, atrae turistas… y este año, la pastelería está en problemas.

Esteban frunció el ceño.

—¿Qué problemas?

La señora abrió la carpeta.

Había documentos, gráficos, fotos de años pasados… y un papel rojo donde se leía:

Advertencia final: si no mejoran ventas en diciembre, perderán el local.

Yo inhalé bruscamente.

—¿Perder la pastelería? —susurré.

Mireya asintió con dolor.

—Subieron los impuestos. Las rentas aumentaron. Y yo… yo ya no tengo las fuerzas para mantener este lugar sola.

Miró a Esteban.
Él bajó la mirada, como si le pesara el mundo.

—Esta pastelería es mi vida, Lía —continuó ella—. Y el concurso de vitrinas puede salvarnos. Si ganamos, obtendremos promoción, clientes nuevos, apoyo del condado… y tiempo. Tiempo para recuperarnos.

Yo escuchaba todo sin moverme.

—¿Y qué tiene que ver conmigo? —pregunté.

Mireya tomó mis manos.

—Tú tienes talento. Tu vitrina puede ganar. Tú puedes salvar este lugar.

Tragué saliva.

—Doña Mireya… yo solo vine por un trabajo temporal. No soy una experta en salvar negocios.

—Pero sí eres una experta en magia —dijo, con esa firmeza maternal que no acepta un no—. He visto tu portafolio. Vi cómo mirabas la calle anoche. Tú… tienes ese brillo.

No supe qué responder.

Esteban se levantó de golpe.

—Tía, no puedes pedirle eso. Ella no tiene por qué cargar con nuestros problemas.

—¿"Nuestros"? —pregunté, levantando la mirada hacia él.

Esteban cerró los ojos un segundo.
Luego, sin sentarse, murmuró:

—La pastelería lleva mi apellido, pero es de Mireya.
Yo solo la administro… y trato de evitar que se hunda.

Su voz sonó rota.

Y por primera vez, entendí por qué era tan serio.
Por qué parecía cargar un peso enorme.

Mireya suspiró.

—No quiero presionar a nadie. Solo… necesito ayuda. Y creo que tú puedes darla.

Me quedé en silencio.
Un silencio largo.
Incómodo.

Y entonces Esteban habló, con voz baja pero firme.

—Si decides no hacerlo, Lía… yo te apoyo. No es tu responsabilidad. No quiero que te sientas atrapada aquí.

Lo miré.

Sus ojos eran grises, sí.
Pero en ese momento… parecían sinceros.
Preocupados.
Cálidos.

Y ahí, sin pensarlo demasiado, dije:

—Quiero ver la carpeta.

Esteban abrió los ojos sorprendido.

Mireya sonrió emocionada.

—¿Quieres intentarlo?

Respiré hondo.

—Quiero saber si puedo —respondí—. Y si puedo… lo haré.

Esteban se sentó a mi lado. Muy cerca.

—No tienes que salvarnos —dijo en voz baja.

—No voy a salvarlos —susurré—. Pero sí puedo ayudarles a que brillen.

Y por un segundo…
Él sonrió.
Una sonrisa que no le había visto nunca.

Mireya se levantó satisfecha.

—Perfecto. Entonces, hoy por la tarde, empezamos con el diseño. Quiero a los dos aquí.

Cuando ella salió, Esteban y yo nos quedamos en silencio.

Él exhaló.

—Gracias, Lía. De verdad.

Lo miré… demasiado tiempo.
Él también.

Y ahí, con la tensión entre los dos creciendo otra vez, me atreví a preguntar:

—¿Y si ganamos el concurso… qué pasa después?

Esteban sostuvo mi mirada, intenso.

—No lo sé —dijo—. Pero quiero averiguarlo contigo.

Mi corazón se aceleró.
Otra vez.

Y supe que este trabajo ya no era solo un trabajo.

La historia acababa de cambiar.




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