Chispas de Navidad en Hollyridge

Promesas en el aire helado

(Narrado por Lía)

El frío esa noche era distinto. No cortante. No molesto.
Era de esos fríos que se sentían como anuncio… como si algo estuviera a punto de pasar.

Esteban me acompañó hasta la casa donde me estaba quedando mientras seguía limpiándose las manos en el delantal que no sé por qué seguía usando si ya había cerrado la pastelería hacía más de una hora. Esa era otra cosa de él: parecía que nunca dejaba de trabajar, incluso cuando no estaba trabajando.

—¿Siempre te quedas hasta tan tarde? —pregunté para romper el silencio que parecía masticar la noche.

—Solo cuando tengo ideas… o problemas —respondió, mirando al frente como si el viento pudiera leerle la mente.

—¿Y hoy qué fue? —me atreví a preguntarle.

Silencio.

Luego, como si no supiera evitarlo, giró la cabeza hacia mí.

—Un poco de ambos.

La calle estaba iluminada por luces navideñas que colgaban entre poste y poste como pequeños cometas estáticos. Cada casa tenía un toque distinto: coronas, estrellas, renos de madera, pero la más sencilla era la mía, con una sola luz blanca parpadeando en la ventana. A veces, menos es más... o eso intentaba creer para no sentirme la decoradora más mediocre del año.

Cuando llegamos al frente, Esteban se detuvo conmigo. Un paso demasiado cerca. Demasiado.

—Lía —dijo, y mi nombre en su boca sonó diferente, como si lo hubiera probado por primera vez.

—¿Sí?

Respiró hondo. Miró hacia el suelo. Luego hacia la puerta. Luego hacia mí otra vez, como si buscara palabras y todas le quedaran grandes o pequeñas.

—No quiero que te sientas incómoda con lo de hoy. Con lo del pueblo, digo. Lo de… la gente hablando. Que si somos pareja. Que si… esto.

Y movió las manos, abarcando la mínima distancia que había entre nosotros.

—No me siento incómoda —respondí más rápido de lo que pensé.
Ups.

Sus ojos se abrieron un poco, como si esa no hubiera sido la respuesta que esperaba.

—¿No?

—No —repetí, tragando saliva—. Lo raro sería que te incomodara a ti.

Él soltó una risa baja, suave. Casi dulce. ¿Esteban riendo? Eso sí era un espejismo navideño.

—No me incomoda… —contestó—. Me sorprende.

—¿Por qué?

—Porque eres demasiado… —Se detuvo.
Podía ver cómo su mandíbula se tensaba.
—Demasiado luz. Demasiado color. Demasiado tú.

Me quedé quieta. Siento que incluso el viento dejó de moverse para escuchar.

—Y yo soy… —continuó— lo contrario. No sé si eso es bueno o malo.

Yo tampoco sabía. Lo único que sabía era que mi corazón no estaba preparado para ese tipo de honestidad inesperada.

—A veces —le dije, con la voz más suave que encontré— la luz y la oscuridad se ven mejor juntas.

Esteban levantó la mirada. Un destello. Algo cálido. Algo peligroso.

—¿Eso crees? —preguntó.

—Eso siento —susurré.

Por un segundo pensé que iba a acercarse más. Que iba a decir algo más. Que iba a…

Pero lo único que hizo fue extenderme un pequeño termo metálico.

—Es chocolate caliente. Para que no pases frío.

—Gracias —respondí, aunque la voz me tembló.

Él se dio la vuelta para irse, pero se detuvo después de tres pasos.

—Lía.

—¿Sí?

—Si mañana te preguntan otra vez si somos pareja… —hizo una pausa, larga, intensa—.
Puedes decir que sí.

Se fue antes de que pudiera contestar.

Y ahí, bajo las luces navideñas, con el termo calentándome las manos y el corazón intentando no salirse del pecho, entendí algo:

El frío de Hollyridge no era lo que más me inquietaba.
Era la forma en la que Esteban empezaba a derretirse.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.