(Narrado por Esteban)
Abrí la pastelería más temprano de lo normal.
No porque lo necesitara.
No porque hubiera mucho trabajo.
Sino porque no había podido dormir.
Cada vez que cerraba los ojos, veía a Lía parada frente a su puerta, con el termo en las manos, la luz temblando en sus ojos, y mi propia voz repitiendo lo último que le dije.
“Puedes decir que sí.”
¿Qué demonios había querido decir con eso?
¿Que me molestaba el chisme?
¿Que me gustaba la idea?
¿Que no sabía controlar la boca cuando ella estaba cerca?
Todo era un desastre.
Me puse a preparar masa, una receta que ni siquiera necesitaba hacer ese día.
Intentaba concentrarme, pero cada sonido del lugar me la recordaba: la música que tarareaba cuando decoraba, los pasos suaves cuando caminaba entre los mesones, el perfume dulce que dejaba donde pasaba.
A las nueve en punto, la puerta se abrió.
Y sí. Era ella.
Lía entró envuelta en una bufanda roja que hacía que su piel se viera más cálida de lo que el clima permitía. Sus mejillas estaban rosadas por el frío, pero las levantó en una sonrisa cuando me vio.
—Buenos días, Esteban.
Ahí estaba el problema.
Esa voz.
Esa forma de decir mi nombre como si fuera algo suave y no la palabra áspera que yo siempre había sentido.
—Buenos días —respondí, intentando sonar normal.
—Vine a trabajar en la vitrina. Ayer avanzamos mucho, pero quiero añadir un detalle que se me ocurrió.
—¿Qué detalle?
—Nieve falsa que caiga desde adentro hacia afuera —dijo, emocionada—. Como si todo estuviera vivo.
—Hollyridge va a pensar que eres una bruja navideña —murmuré.
Ella rió, y por un momento, el lugar se sintió menos vacío.
—¿Ya desayunaste? —me preguntó.
—No.
—Perfecto. Necesito tu opinión en algo —dijo, dejando su bolso en una esquina y sacando un pequeño envase.
—Probé una receta nueva anoche. No estaba segura… pero creo que puede funcionar.
—¿Es dulce? —pregunté, desconfiando un poco.
—Muy dulce —respondió, guiñándome un ojo—. Para compensar tu personalidad.
La miré mal. Ella solo sonrió más.
Me extendió una cucharita. Dudé un segundo, pero la tomé.
La mezcla tenía olor a almendras, especias y algo que no pude identificar.
La llevé a la boca.
Y… diablos.
—¿Qué es esto? —pregunté, sorprendido.
—Crema especiada navideña —respondió orgullosa—. Para rellenar hojaldres.
¿Te gusta?
De todas las palabras que tenía en mente, ninguna sonaba suficientemente real.
Era… cálida.
Suave.
Dulce en el punto justo.
Con un toque de algo inesperado.
Algo como ella.
—Sí —dije, tragando—. Me gusta.
—Perfecto. Porque quiero que participemos juntos en la feria gastronómica del domingo —soltó, como quien dice “vamos al súper”.
La miré con los ojos entrecerrados.
—¿Juntos?
—Sí. Tú haces la masa, yo hago la decoración. Va a quedar increíble. Además… —se detuvo, mordiéndose el labio— nos va a servir para fortalecer la historia del pueblo de que somos pareja.
Me atraganté con mi propia saliva.
—¿Cómo?
—¿O quieres que crean que estamos peleados? —preguntó, levantando una ceja—. Los rumores son peores cuando niegas todo.
Tenía razón.
Maldita sea.
Tenía razón.
Respiré hondo.
—Está bien —acepté—. Pero con una condición.
Ella inclinó la cabeza.
—¿Cuál?
—No vuelvas a decir que tengo una personalidad amarga —murmuré.
Lía se acercó un poco.
Solo un poco.
Pero lo suficiente para desordenarme los pensamientos.
—Nunca dije amarga… —susurró, tan cerca que pude sentir el calor de su respiración.
—Solo dije que eras menos dulce que yo.
Sonrió.
Me guiñó el ojo.
Y se fue a la vitrina, dejándome ahí, sosteniendo una cuchara y un corazón que no sabía qué carajos hacer.
Y ahí, en el silencio dulce de esa mañana, entendí algo:
Lía no estaba entrando a mi vida.
Estaba derribando la puerta, los muros y hasta las ventanas sin pedir permiso.