Grace Bell
La mañana llegó antes de que pudiera conciliar un sueño profundo. Sentía los párpados pesados, como si hubiera pasado toda la noche despierta, aunque juraría que me había recostado apenas cerré el libro. O eso creía.
Aun así, la imagen de anoche seguía rondándome: la figura oscura, la mano fría cerrándose sobre mi brazo… y ese mareo repentino que me atravesó como un latigazo invisible.
Ya estaba en el palacio, trabajando junto a Madeline, pero mi mente seguía dando vueltas, enredándose con cada detalle que intentaba ignorar. Traté de distraerme preparando un té, pero apenas lo acerqué a mis labios, un pensamiento irrumpió en mi cabeza con una claridad que me heló la sangre, como si alguien lo hubiera pronunciado justo a mi espalda:
“Lo que dijo el rey…”
Me quedé inmóvil.
Tenía razón.
Aquella mañana, durante el anuncio sobre la llegada del príncipe, el rey mencionó algo que desde entonces no había podido sacar de mi mente:
“…las tierras al norte seguirán restringidas por motivos de seguridad. Lo ocurrido en el pasado no debe repetirse.”
En ese momento nadie prestó atención. Era habitual que el rey se refiriera al pasado como si fuera una amenaza latente.
Pero ahora, después de anoche…
Después de esa mujer extraña, el libro, la conversación del rey y el consejero.
Esas palabras pesaban. Mucho.
Y entonces lo supe:
Tenía que ir allí.
Pero ¿cómo?
No tenía permiso. Faltaban diez días para la primera prueba de vestuario y Madeline jamás autorizaría algo así.
Suspiré, apretando el borde de la mesa.
No podía presentarme ante ella y decir: “Quiero ir a las tierras prohibidas porque anoche descubrí una frase inquietante en un libro que me dio una mujer que luego desapareció.”
Sería absurdo.
Y, al mismo tiempo, era lo único que tenía sentido.
—Grace, ¿estás bien? —La voz de Madeline me sobresaltó.
Me giré con una sonrisa automática, esa máscara que ya se me hacía demasiado fácil de poner.
—Sí. Solo… no dormí bien.
Ella asintió, comprensiva.
—Nos pasa a muchos. La llegada del príncipe tiene a todos tensos.
Asentí, aunque mi tensión venía de algo muy distinto.
El resto de la mañana transcurrió entre telas, medidas y correcciones, pero yo apenas veía lo que hacía. Cada puntada parecía arrastrarme de vuelta a esas palabras del rey. Las tierras del norte. Lo ocurrido en el pasado. Algo que no debía repetirse.
Y bajo todo eso, un tirón extraño en el pecho, como si algo allá afuera estuviera llamándome.
Al mediodía, Madeline salió a entregar unos informes y la sala quedó en silencio. Dejé la aguja y me acerqué a la ventana.
Desde allí podía verse la muralla norte, recortada contra el bosque oscuro. No distinguía nada más allá de los árboles, pero podía sentirlo.
Un leve cosquilleo.
Un peso suave detrás de las costillas.
Como si algo estuviera… esperando.
Me llevé la mano al brazo. El lugar exacto donde el venator me había sostenido seguía sensible, casi caliente. Cerré los ojos un instante, obligándome a aceptar lo que quería hacer. Necesitaba saber qué había ahí. Con o sin permiso.
Volví a la mesa y dejé que mi mente trabajara como cuando cosía: punto por punto, paso a paso. No podía faltar a la prueba. No podía pedir autorización. Pero sí podía ir antes. Entrada la noche.. Cuando no hubiera guardias en los caminos.
Era una locura. Pero la sensación dentro de mí no se apagaba; al contrario, crecía con cada minuto que pasaba.
Cuando Madeline regresó, retomé el trabajo como si nada hubiera ocurrido. Ya lo había decidido. Esa noche saldría.
La jornada terminó pasada la medianoche. Regresar a casa era imposible: desde la Gran Purificación, el rey había impuesto un toque de queda estricto. Quien fuera encontrado en la calle después de la última campana era llevado de inmediato ante los venatores.
Por eso, como muchas veces cuando el trabajo se extendía, me dirigí a los dormitorios del ala sur del palacio. No eran cómodos, colchones delgados, ventanas que dejaban colarse el viento frío de las montañas, pero eran seguros.
Me acosté. Cerré los ojos.
Intenté dormir.
No pude.
Las palabras del rey.
La figura encapuchada.
Todo regresaba una y otra vez, susurrándome que no me quedara quieta. Que fuera.
Y entonces lo entendí con una claridad abrupta:
No iba a descansar hasta averiguar qué ocultaban las Tierras del Norte.
Esperé a que el pasillo quedara completamente en silencio. Me levanté, tomé mi capa y salí a hurtadillas. Las antorchas estaban apagadas, así que avancé guiándome por la luz de la luna.
Atravesé la puerta lateral del servicio, la única que no tenía cadena, y un golpe de viento helado del norte me recibió.
Perfecto.
Nadie en su sano juicio caminaría hacia allá a las dos de la mañana.
Pero yo sí.
Mis pies comenzaron a moverse solos.