Elian
Descubro la compleja relación entre lo que veo y lo que elijo no expresar en palabras. Mis ojos, a menudo, se convierten en el reflejo de mis pensamientos y emociones más profundas, aquellas que me atrevo a ocultar bajo el silencio. A través de cada mirada, transmito un mensaje que las palabras no logran capturar, revelando así mis sentimientos más íntimos y mis luchas internas.
Mientras pienso mis experiencias, me doy cuenta de que hay un profundo poder en el silencio y en la comunicación no verbal. Mis miradas se convierten en un lenguaje propio, capaz de contar historias que, de otro modo, permanecerían en la penumbra. Estas expresiones me permiten conectar con el mundo que me rodea, invitando a los demás a interpretar el trasfondo de mis pensamientos.
A medida que desarrollo , profundizo en cómo esta forma de comunicación puede ser tanto liberadora como restrictiva. A veces, mis ojos pueden mostrar la tristeza que me pesa en el alma o la alegría que ilumina mi vida, pero hay momentos en que prefiero permanecer en silencio, dejando que mis miradas hablen por mí.
Me invita a la reflexión sobre el significado de las palabras no dichas. La tensión entre lo que quiero decir y lo que realmente me atrevo a expresar se convierte en un foco central, mientras examino las circunstancias que me llevan a preferir la observación en lugar de la participación activa en mi vida.
Finalmente, mis miradas se convierten en un canal de comunicación crudo y honesto. Representan tanto una forma de expresión como un modo de protegerme, un escudo que me permite navegar por el mundo y, al mismo tiempo, resguardar mis vulnerabilidades. En este cruce de caminos entre la voz interna y la mirada externa, se despliega todo un universo de emociones que deseo compartir.
A veces, cuando me observo en el espejo, siento que el reflejo que se me presenta es casi desconocido. No es que mi apariencia física haya cambiado de manera drástica, sino que hay algo más profundo que no logro descifrar por completo. Quizás se trate del peso de las cosas que elijo callar, o de la acumulación de momentos en los que decidí guardar silencio para proteger a los demás… o incluso para protegerme a mí mismo.
Mis ojos han adquirido la habilidad de contar historias de manera cuidadosa, enviando señales en medio de la multitud, esperando que alguien, solo alguien, tome la iniciativa de detenerse y mirarme más allá de esa expresión serena. Anhelo que miren más allá de las respuestas automáticas que brindo, porque en el fondo de mi ser existe un grito que no logra encontrar voz, un recuerdo que se ahoga en mi garganta y una necesidad imperiosa de ser entendido sin tener que recurrir a las palabras.
Ayer, cuando Dante me observó atentamente al notar el moretón en mi brazo, sentí que en ese fugaz instante supo todo lo que me atormenta. Era como si sus ojos hubieran conseguido leer los míos con una precisión asombrosa. Sin embargo, a pesar de esa conexión, opté por mentir. No lo hice por desconfianza ni por falta de amor, sino porque simplemente no estoy preparado. Aún no sé cómo expresar ciertas verdades sin que mi interior tiemble de angustia.
Y aun así… deseo abrirme. Quiero que alguien consiga ver más allá de lo superficial. Quiero tener la valentía de decir “no estoy bien” sin sentir el peso del juicio ajeno. Quiero que mis silencios se transformen de un muro impenetrable en un puente que facilite la comunicación. Pero por el momento, solo puedo continuar observando, dejando pistas sutiles, en la esperanza de que alguien lea entre las líneas lo que mi voz todavía no se atreve a pronunciar.
Porque aunque mis miradas puedan revelar lo que callo, todavía me encuentro en el proceso de aprender a hablar. Aprendiendo a confiar. Aprendiendo a ser, sin ese constante temor que me acompaña.
Y en este silencioso aprendizaje, quizás se esconda una forma de esperanza, una semilla que, algún día, tendré el valor de permitir que florezca.
La alarma suena por tercera vez. No porque me haya quedado dormido, sino porque no tengo ganas de levantarme aún. Mi cuerpo está alerta desde hace un buen rato, pero mi mente se resiste a enfrentar el día. Me quedo mirando el techo durante algunos minutos, mientras el reloj avanza implacable. Afuera, la luz del sol trata de colarse a través de las cortinas de manera tímida, como si también el nuevo día estuviese indeciso en comenzar.
Al final, me obligo a salir de la cama. Me visto en silencio, esforzándome por evitar cualquier ruido que pueda traicionar mis movimientos. Camino de puntillas por el pasillo de la casa, intentando no cruzarme con ellos. A veces los encuentro en la cocina, y otras no. Hoy, afortunadamente, la casa está vacía. La cafetera permanece apagada. El silencio pesa de forma diferente cuando eres consciente de que puede romperse en cualquier momento con gritos.
Desayuno lo poco que me apetece: un pedazo de pan frío y un sorbo de agua del grifo. Salgo sin pronunciar palabra, cerrando la puerta con la misma delicadeza que se utilizan para guardar secretos. Al bajar la calle, meto las manos en los bolsillos de mi chaqueta. Hace frío. Pero me gusta el frío. Tiene una honestidad que otros climas no tienen.
El trayecto hacia el instituto es el único instante del día en el que siento que pertenezco a algún lugar, aunque sea como un espectro que pasa desapercibido. Observo los árboles despojados de hojas, los coches que pasan a toda velocidad, y las caras adormiladas de quienes esperan en la parada del autobús. Todo sigue su curso, todo parece estar en orden. Todo, menos yo.
Llego al instituto antes de que se abran las aulas. Me acomodo en uno de los bancos del patio, escuchando los pasos de los demás estudiantes llegar poco a poco. No me uno a las conversaciones que surgen a mi alrededor. No es que no quiera participar... es que simplemente no sé cómo hacerlo.
Cuando al fin suena el timbre, me dirijo a clase sin prisa. Camino despacio, como si cada paso me recordara que hay cosas que preferiría evitar. No obstante, elijo enfrentarlas de todos modos.