Elian
Me invade una profunda sensación de que, finalmente, se acercará el momento en que se revelará la verdad que tanto he buscado. A medida que los acontecimientos se desarrollan a mi alrededor, percibo pequeñas pistas y detalles que, aunque inicialmente parecían insignificantes, comienzan a entrelazarse en una narrativa más amplia. Esta percepción me llena de expectación y un leve temor, pues el descubrimiento de la verdad implica no solo una revelación, sino también confrontar realidades que podrían cambiarlo todo.
La atmósfera se vuelve densa, casi palpable, como si el aire estuviera cargado de electricidad, anticipando un desenlace inminente. Cada interacción, cada palabra pronunciada, cada gesto me parece relevante, como si formara parte de un rompecabezas que está a punto de completarse. Siento que este es un viaje hacia la claridad, y a la vez, un camino lleno de obstáculos, donde enfrentaré mis propios miedos y dudas.
Con cada página de mi vida habrá más , el misterio se hace más profundo, y mi determinación de descubrir la verdad se torna más intensa. La posibilidad de que la realidad que había considerado cierta pueda desmoronarse me provoca una mezcla de ansiedad y emoción. Estoy preparada para enfrentar lo que venga; es el momento de desentrañar los secretos que se han mantenido ocultos, y estoy dispuesta a enfrentar las consecuencias de lo que descubra.
Una vez que la trabajadora social se retira , el silencio se adueña nuevamente de los pasillos del instituto. Sin embargo, no era el tipo de silencio común al que estaba acostumbrado. No era el que se cuela entre las clases o el que reina durante los momentos de intervalo, cuando los estudiantes se dispersan en mil direcciones.
Este silencio era diferente y poseía una densidad palpable, una pesadez que llena el ambiente, como si cada palabra no pronunciada permaneciera suspendida en el aire, flotando en el eco de mis pensamientos más íntimos.
Me voy de manera lenta hacia mi aula, aunque mi mente continua anclada en esa pequeña habitación donde me hicieron preguntas que removieron partes de mí que creía inaccesibles. Mientras mis compañeros charlan, ríen y se intercambian bromas, yo siento que apenas estaba presente entre ellos, como si me hubiera vuelto invisible. Me siento en mi pupitre, intentando aparentar normalidad, como si no hubiera experimentado la sensación desgarradora de que algo en mi interior se había fracturado un poco más.
Levanto mi mirada hacia la ventana, desde donde podía ver el cielo cubierto de nubes grises. De alguna manera, esa imagen suena en mí. Yo también había estado atrapado en una tormenta silenciosa, una que parece estar a punto de desbordarse en cualquier momento. Sin ser consciente de lo que hacía, paso mis dedos por la manga de mi camisa, acariciando el lugar donde, horas atrás, había escondido otro moretón. Uno más en la larga lista de mis heridas ocultas.
Mis ojos recorrieron el aula sin un rumbo claro, hasta que se detuvo en ella y no me observaba directamente, pero era capaz de sentir su atención sobre mí, como si estuviera atenta desde un rincón imperceptible, esperando el instante adecuado para acercarse. No lo hacía con prisa ni con presión, sino con esa manera suya de cuidar de mí sin invadir mi espacio.
En ese preciso momento, comprendí algo importante.
Algo estaba en proceso de cambiar.
No sabía bien qué era. No estaba seguro si era el eco de la visita de la trabajadora social, la forma en que miraba a mis compañeros, o esa extraña sensación que se asentaba en mi pecho, una mezcla confusa de miedo y alivio.
Pero lo sentía con claridad.
Era una intuición.
Una certeza que aún no encontraba las palabras adecuadas para expresarse.
Parecía que comenzaban a verme.
Y, por primera vez, yo... empezaba a dejarme ver.
El timbre suena, marcando el cierre de la jornada escolar. Recogo mis cosas en silencio, evitando mirar a nadie en el camino. Me dirijo por los pasillos con la mirada baja, como es habitual en mí. No es que desee pasar desapercibido... simplemente se ha vuelto una costumbre. Salgo del edificio sin apresurarme, como si alargar esos breves momentos antes de llegar a casa pudiera ofrecerme una protección adicional frente al mundo al que tengo que regresar.
Mientras avanzo por la acera, mis dedos se enredan en los auriculares y el ruido del tráfico se entremezcla con mis pensamientos. De pronto, una figura conocida capta mi atención. A unos metros de distancia, está Beatriz, apoyada contra su coche, con los brazos cruzados y una expresión que resulta difícil de describir. Su rostro transmite una calma aparente pero, al mismo tiempo, parece estar alerta. Como si estuviera aguardando precisamente este instante.
Me detengo, aunque no lo planee. No entiendo por qué lo hago. Algo en su presencia me provoca incertidumbre sobre si continuar mi camino o dar media vuelta. Sin embargo, antes de que pueda tomar una decisión, ella me ve y sonríe.
-Hola, Elian -dice, acercándose con un paso tranquilo.
-Hola... -respondo, sintiéndome algo incómodo mientras aprieto con fuerza las correas de mi mochila.
-¿Puedo acompañarte un trecho? No tengo prisa -agrega, manteniendo una distancia respetuosa que no invade mi espacio personal.
Dudo. No entiendo por qué no le digo que no. Tal vez porque su voz no tiene tono de orden, ni suena como una obligación. Solo se presenta como una opción.
Asiento con la cabeza en señal de acuerdo.
Comenzamos a caminar juntos, en silencio. Durante varios minutos, no intercambiamos palabras. Solo el sonido acompasado de nuestros pasos se escucha, mientras el sol comienza su descenso, tiñendo las calles con un cálido resplandor anaranjado, recordándome que el día está llegando a su fin.
-¿Te gustan los atardeceres? -me pregunta, dirigiendo su mirada hacia el cielo.
-Supongo... -respondo, sin atreverme a mirarla directamente.