Cicatrices de regreso

Capítulo 13: Entre los brazos de quienes me salvan

Elian
Han transcurrido tres años desde que empecé a reflexionar sobre las dinámicas de apoyo y rescate que surgen entre las personas que nos rodean. A través de una serie de anécdotas y pensamientos profundos, se pone de manifiesto la relevancia crucial de las relaciones humanas en momentos de crisis y vulnerabilidad.

La narrativa se inicia con una serie de momentos difíciles que he enfrentado a lo largo de mi vida. Estos episodios no solo destacan mi fragilidad, sino también la necesidad inherente de buscar consuelo y apoyo en aquellos que se preocupan por mí. A medida que la historia avanza, se introducen diversos personajes, cada uno de ellos ofreciendo amor y apoyo incondicional, convirtiéndose en verdaderos salvadores en momentos de oscuridad.

Las descripciones de las interacciones son emotivas y profundas, resaltando cómo pequeños gestos, como una palabra de aliento, un abrazo cálido o simplemente la presencia silenciosa de alguien a nuestro lado, pueden hacer una diferencia significativa en la vida de alguien que se siente perdido y desamparado. Este capítulo también subraya que, en ocasiones, el acto de rescatar a alguien no implica llevar a cabo extraordinarias hazañas, sino que se puede dar a través de una conexión auténtica y la disposición a escuchar.

A lo largo de la narrativa, se entrelazan reflexiones sobre la reciprocidad de estas relaciones, enfatizando que aquellos que brindan apoyo también pueden ser salvados en el proceso. Se plantea la idea de que el acto de salvar no es unidireccional; todos estamos interconectados dentro de una red de apoyo mutuo en la que, en diferentes momentos de nuestra vida, desempeñamos tanto el papel de salvador como el de salvado.

Finalmente, la dinámica acaba con un mensaje esperanzador sobre la capacidad humana de encontrar refugio en la comunidad. Se invita al lector a reconocer y valorar a las personas que han estado a su lado en los momentos difíciles, así como a convertirse en una fuente de fortaleza para otros cuando más lo necesiten. A través de estas conexiones humanas, se cultivan la empatía y la solidaridad, elementos esenciales para afrontar los desafíos de la vida.

La tarde se desliza suavemente, como si el mundo entero se hubiera puesto en pausa. Desde la ventana de la cocina, los cálidos rayos dorados del sol bañan la encimera, creando un halo de luz que resalta cada rincón. Por primera vez en mucho tiempo, no siento la prisa que suele acompañar mis días; simplemente anhelo disfrutar este instante.

—¿Estás seguro de que esto va a salir bien? —pregunto, mientras agito la mezcla en un bol con un semblante concentrado.

—No lo sé —responde Dante, apoyado en la encimera, empuñando una espátula y luciendo una sonrisa pícara

—. Pero si no sale bien, al menos nos reiremos.

Me echo a reír también, más por su desenfado que por la gracia del comentario en sí. Hay algo en sus bromas que me hace sentir ligero, como si el peso de las preocupaciones se desvaneciera.

Beatriz ha salido por un par de horas para atender algunos asuntos, y Dante, con gran entusiasmo, decidió que podríamos sorprenderla preparándole la cena. No se trata de una cena cualquiera, sino de su plato favorito: lasaña casera.

—Pásame la salsa —me dice, y yo le paso el tarro que ambos habíamos preparado meticulosamente. Mientras él vierte la salsa con cuidado sobre la capa de pasta, me doy cuenta de la armonía que logramos cuando colaboramos en la cocina. Cocinar juntos se siente como un baile silencioso, una coreografía espontánea.

—¿Sabes qué es lo que más me gusta de esto? —pregunto de repente, deseando compartir lo que siento.

Dante me lanza una mirada rápida, llena de curiosidad.

—¿La salsa? ¿El queso? ¿O estar conmigo, por supuesto?

Su respuesta provoca en mí una risa repentina que me sorprende por su alegría.

—Sí, todo eso… pero, sobre todo, es sentir que estoy haciendo algo bonito por alguien que se preocupa por mí.

Deja la espátula a un lado y me mira con esa expresión profunda que solo él tiene, capaz de decir mucho con pocas palabras.

—Y tú te mereces todo, Elian. Lo bonito… y lo bueno.

No sé qué responder, pero una calidez invade mi pecho al escuchar eso. Asiento en silencio y regreso a mi tarea, espolvoreando el queso sobre la lasaña, completando el proceso con esmero.

Cuando finalmente colocamos la lasaña en el horno, el aroma que llena la cocina es acogedor y familiar, recordándome a un hogar.

Mientras nos sentamos en el suelo, con los pies descalzos y la espera haciendo su trabajo, me doy cuenta de que no se necesitan grandes gestos para construir recuerdos significativos. Solo se necesita alguien que te mire con cariño, una receta compartida… y las ganas de quedarte.

El aroma entra cada rincón: queso derretido, salsa especiada, ese sabor casero que solo se logra cuando se cocina con amor. Dante y yo intercambiamos miradas de satisfacción; la lasaña burbujea en el horno y la mesa está adornada con un sencillo mantel, flores frescas que recogimos del jardín y dos servilletas dobladas con dedicación. También hemos dejado una nota escrita a mano que dice: “Gracias por cuidarnos como lo haces. Hoy queremos cuidar de ti.”

De repente, escuchamos la puerta abrirse.

—¡Ya llegué! —exclama Beatriz desde el recibidor.

Dante y yo nos miramos de inmediato, y él murmura:

—Es ahora o nunca.

Beatriz entra en la cocina, aún con las llaves en la mano, y se detiene en seco al ver la mesa servida, el horno encendido y el abrazo de aromas que flota en el aire. Cierra los ojos por un instante, confundida, y luego sus ojos se iluminan llenándose de emoción.

—¿Qué…? ¿Esto lo hicieron ustedes?

Asentimos al unísono.

—Es para ti —le digo con una sonrisa que no puedo contener

—. Por todo lo que haces. Queríamos devolverte un poco de lo mucho que nos das.

Deja las llaves sobre la mesa, lleva una mano a su pecho y se queda en silencio por un instante, conmovida. Luego se acerca y nos abraza a ambos con fuerza, apretándonos como queriendo encapsular ese momento.




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