Capítulo 3: Lo que dolía de ti
No era tu culpa.
Eso lo supe siempre.
El problema era mío… porque te miraba como quien ve su universo completo, mientras tú solo me veías como parte del fondo.
Me dolía que me hablaras con ternura, porque esa ternura me hacía creer, por un instante, que yo también era especial. Me dolía que confiaras en mí, que me contaras tus miedos, tus sueños, tus heridas… porque en el fondo, yo soñaba con ser parte de tus soluciones, no solo de tus desahogos.
Me dolía —mucho más de lo que podía admitir— cuando hablabas de él.
Sí, de ese tipo. El que te hacía reír con sus mensajes, el que te buscaba a ratos, el que nunca estuvo completo para ti… pero aun así, tú lo esperabas. Tú lo elegías. Una y otra vez.
Y yo ahí. Siempre ahí.
A veces pensaba que si me alejaba, te darías cuenta. Que si desaparecía, notarías mi ausencia. Pero tú seguías igual, con esa sonrisa tranquila, con esa paz que yo ya no conocía. Porque yo vivía en guerra con mis sentimientos. Y tú… tú seguías siendo la calma que nunca pude alcanzar.
¿Sabes qué fue lo que más me dolió?
Que aún con el corazón roto por alguien más… seguías siendo hermosa.
Hermosa tu fuerza. Hermosa tu tristeza. Hermosa incluso en tu forma de ignorar lo que yo sentía. Y eso era una trampa mortal. Porque cuanto más te dolía a ti alguien más, más me dolías tú a mí.
Yo me convertí en ese lugar seguro donde tú podías caer… sin saber que, cada vez que lo hacías, dejabas un pedazo tuyo clavado en mí.
Y yo no sabía cómo pedirte que pararas.
Porque amarte… también dolía bonito.
Y eso, tal vez, fue mi condena.