Capítulo 4: Cuando quise rendirme
Amarte era como correr sin saber si había una meta.
Había días en los que despertaba con la esperanza de que por fin te dieras cuenta. De que me miraras con esos ojos tuyos —pero de verdad, como nunca antes—. Que dejaras de hablarme como amigo, y empezarás a hacerlo como alguien que también siente algo más.
Pero ese día nunca llegó.
Y comencé a cansarme.
Quise rendirme muchas veces.
Dejar de escribirte.
Dejar de estar para ti.
Dejar de pensarte.
Pero nunca fui bueno para eso.
Rendirme significaba aceptar que tú y yo nunca íbamos a pasar de las pláticas a medianoche, de las bromas compartidas, de los abrazos largos pero “de amigos”. Significaba entender que yo era el intermedio en tu vida, nunca el destino.
Y aun así… lo intenté.
Una vez no respondí tus mensajes. Me dijiste si todo estaba bien. Te mentí. Te dije que sí, que solo estaba ocupado, cuando en realidad estaba intentando no quebrarme. Quería comprobar si notabas mi ausencia, si algo en ti se alteraba con mi silencio.
No lo hizo.
Otra vez, salí con alguien más. No era tú. Nunca iba a ser tú. Pero fue un intento torpe por llenar ese vacío que me dejabas cuando no estabas. Me reí, sí. Hablamos, sí. Pero cada vez que sonaba mi teléfono, esperaba que fueras tú. Cada palabra que escuchaba, la comparaba con las tuyas. Cada gesto, con tu forma de mirarme. Y entonces lo supe: no se trata de estar con alguien que te quiera… sino de estar con quien tú también quieres.
Y yo solo te quería a ti.
Rendirme me estaba matando más que amarte en silencio.
Porque al menos, cuando te amaba callado, tenía una ilusión.
Cuando quise dejarte ir, solo me quedé con el vacío.
Ese día me miré al espejo y no me reconocí.
No por lo que sentía, sino por lo que ya no podía sentir sin ti