El sol emergió majestuoso sobre el horizonte, delineando con precisión los contornos de la ciudad. Los primeros rayos del sol se colaron tímidamente entre las cortinas entreabiertas, como si respetaran el ritual que estaba a punto de comenzar en la habitación.
Los pájaros entonaron melodías suaves, creando un coro celestial que se posaba en el balcón. Dentro, en la quietud sagrada de la recamara, Alejandro, un joven de diecisiete años con una mirada melancólica, se encontraba frente al espejo. Inspeccionaba meticulosamente cada detalle de su uniforme escolar.
La corbata, símbolo de formalidad y disciplina, se alzaba con un ligero orgullo sobre la camisa blanca. Su ropa, perfectamente ajustada, realzaba su figura esbelta y su aspecto refinado. La luz matutina jugueteaba con cada pliegue y sombra, destacando la elegancia natural de Alejandro.
Su semblante, antes pálido, cobró un ligero tono rosado con los primeros destellos del sol. La imagen reflejada en el espejo revelaba un rostro juvenil, de piel tersa y radiante. Sin embargo, las profundas ojeras bajo sus ojos delataban las noches de insomnio y los dilemas internos que enfrentaba. Eran conflictos que libraba contra sus propios pensamientos, tratando de descifrar los desafíos que el día le deparaba.
Sus ojos, cálidos en su tono marrón, irradiaban una profunda melancolía y tristeza. Parecían portar el peso de experiencias más allá de su corta edad, cargando con el fardo de un mundo casi insoportable. Aun así, en su mirada se percibía una firme determinación, una resolución arraigada en lo más íntimo de su ser.
Sus labios, finos y suaves, se mantenían tensos, formando una línea firme que reflejaba el control que ejercía sobre sus emociones. Su boca era testigo de la batalla interna que libraba a diario. Cada gesto, cada mínimo movimiento, era un indicio de su constante lucha por mantener la serenidad.
Estaba en el último tramo de la preparatoria, y frente a él se abría un vasto horizonte lleno de posibilidades y desafíos. Podía percibir una determinación palpable en el aire, como una capa protectora que lo envolvía y lo preparaba para enfrentar cualquier adversidad que el mundo pudiera presentarle. Estaba decidido a prometerse a sí mismo que este sería su momento de brillar, una oportunidad única para dejar atrás las tormentas que lo habían acosado implacablemente.
En silencio, como un espectro que se desliza entre las sombras, Alejandro atravesó los pasillos de su casa. Cada paso era firme y decidido, impulsado por el deseo irrefrenable de abandonar ese lugar lo antes posible. No se detuvo a mirar atrás ni a hacer ningún ruido que pudiera delatar su escape.
Mientras caminaba hacia la escuela, cada paso evocaba recuerdos de su infancia en el vecindario. La luz del sol bañaba su rostro, llenándolo de una sensación reconfortante y acogedora. Cada casa, cada árbol, cada edificio parecía señalar el camino que lo conducía a la escuela, como si fueran marcadores en el sendero de su vida.
Mientras avanzaba con paso firme, observaba a las familias felices que se dirigían en la dirección opuesta. Los niños pequeños corrían hacia la escuela, tomados de la mano de sus padres, rodeados de amor y seguridad. Eran como una imagen de familia perfecta, unidos y cercanos entre sí.
En medio de la escena tan perfecta que se desarrollaba ante sus ojos, Alejandro se encontraba sumido en preguntas sobre por qué su vida era tan distinta. ¿Por qué no tuvo a alguien con quien compartir el camino hacia la escuela o con quien hablar sobre sueños y planes futuros? No había nadie con quien experimentar el viaje de crecer y descubrir el mundo.
Un dolor punzante en el pecho lo hizo detenerse al borde de la acera por un momento. Parecía que la vida se burlaba de él, mostrándole todas las cosas que le faltaban en su vida.
Sin embargo, la energía contagiosa de los niños que corrían hacia la escuela, rebosantes de vida y entusiasmo, lo impulsó a seguir adelante. Él también anhelaba correr hacia su futuro, sin importar las dificultades que pudieran interponerse en su camino.
Con esa nueva emoción, continuó su camino hacia la escuela, dejando atrás el dolor y la melancolía. Este era su sendero y estaba dispuesto a recorrerlo, sin importar los desafíos que encontrara en el camino.
Más tarde, el ruido de las aulas, el constante flujo de estudiantes por los pasillos y las risas resonantes brindaban un respiro reconfortante, como un bálsamo que aliviaba las tensiones acumuladas.
Aunque el día escolar estaba transcurriendo de manera monótona y predecible, con las clases y actividades desarrollándose sin incidentes, a medida que avanzaban las horas y se acercaba la hora de regresar a casa, una creciente ansiedad se apoderaba lentamente de Alejandro. Cada paso hacia la salida de la escuela parecía acercarlo más a la oscuridad que le esperaba en su hogar.
Sus amigos notaron los cambios sutiles en su comportamiento, cómo su risa perdía su tono alegre y entusiasta, como si la chispa en sus ojos se hubiera apagado en algún lugar del camino.
—¿Estás bien? Te he notado más callado de lo normal —preguntó Marta, frunciendo su frente mientras se acercaba a él. Su mirada reflejaba una auténtica preocupación por su amigo.
—Sí, estoy bien —respondió Alejandro con voz algo apagada, evitando el contacto visual con Marta. Trató de esbozar una sonrisa para ocultar su tristeza.
—No tienes que ocultarlo, te conozco demasiado bien —insistió Marta, tomándole la mano. Su tono era sereno pero comprensivo, sus ojos expresaban su disposición para escuchar lo que Alejandro tenía que decir.
A pesar de la preocupación de Marta, Alejandro se sintió presionado por la ansiedad para minimizar sus preocupaciones. Se apresuró a responder antes de que sus amigos pudieran insistir.
—No te preocupes por mí. Solo pasé la noche sin dormir y estoy un poco cansado. Nada grave, de verdad —dijo Alejandro, esbozando una sonrisa forzada. Aunque intentaba transmitir calma, su mirada delataba una leve inquietud.