Cicatrix

PUER ADULESCENS

El niño creció en una familia formada por sus padres y dos hermanos mellizos. Desde muy pequeño observaba, escuchaba y aprendía. No era distinto por tener capacidades extraordinarias, sino por la atención, la responsabilidad y la sensibilidad que mostraba a una edad en la que otros apenas empezaban a explorar el mundo.

Ser el hijo mayor marcó su camino. Sus padres, sin proponérselo, le transmitieron valores que quedaron grabados muy temprano: responsabilidad, honestidad, solidaridad, respeto y el compromiso hacia los demás. Él absorbía todo con naturalidad, como quien respira sin darse cuenta. Veía en sus padres un ejemplo, y simplemente lo seguía.

Cuidar a sus hermanos no era una obligación, sino una tarea que asumía con orgullo. Se adelantaba a lo que hacía falta: ordenar, colaborar, ayudar sin esperar un pedido. Esa actitud fue moldeando lentamente su carácter y lo distinguía en los gestos cotidianos que, aunque pequeños, revelaban una base sólida.

Con el tiempo, ese niño fue creciendo sostenido por una sensación de utilidad y reconocimiento. Sus padres confiaban en él, y esa confianza se transformó en seguridad interna. Los valores que había aprendido casi sin saberlo despertaban en cada acción, marcando la forma en que miraba el mundo y la forma en que se miraba a sí mismo.

Esa niñez, cargada de afecto, estructura y aprendizaje, estaba llegando a su punto final. Lo que vendría después lo enfrentaría a emociones nuevas y desafíos que pondrían a prueba todo lo que había mamado desde pequeño.

Los primeros signos de cambio ya estaban apareciendo… y el paso hacia la adolescencia comenzaba a abrirse frente a él.

El comienzo de la nueva etapa en el secundario le abrió un nuevo círculo social y, con él, un mundo por descubrir. Le había tocado ser parte de un curso formado por repetidores, lo que representaba todo un desafío para su timidez e ingenuidad.

Al principio, su estatura le jugaba a favor: siempre estaba entre los primeros de la fila. Pero fue su simpatía y su actitud lo que le permitió integrarse rápidamente a un grupo que al principio eran completos desconocidos para él. Supo transformar sus desventajas en ventajas, y poco a poco logró destacarse. Su timidez y su miedo escénico quedaron casi en el olvido.

Le había tocado ser parte de un curso formado por repetidores, lo que representaba todo un desafío para su timidez e ingenuidad.

El joven fue forjando su carácter a base de simpatía y astucia. Era su momento y se animó a hacer un movimiento arriesgado: se postuló como delegado del curso y obtuvo la mayoría de los votos, convirtiéndose en parte del centro de estudiantes.

Con el paso de los años y el “estirón”, ya no era el más bajito ni el más tímido. Su astucia y su simpatía lo ayudaron a lograr lo que se proponía, ganándose un lugar y dejando atrás aquella imagen del chico tímido.




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