Tenía más amigos en su vida real de los que hoy cualquiera presume en una red social.
Amigos de la infancia, de la adolescencia, de la secundaria… y los amigos de toda la vida, esos que no se buscan: simplemente están.
Durante la semana compartía la tarde y la noche con ese grupo inseparable. Sentados en la esquina del barrio, planificaban la salida del fin de semana como si cada una fuese la última.
De esas noches quedaron anécdotas, travesuras y vivencias que aún hoy aparecen en cada encuentro, en cada asado, en cada brindis improvisado.
Siempre surge la misma pregunta:
¿Era líder? ¿O simplemente brillaba sin darse cuenta?
La verdad es que por convicción buscaba liderar. Y cuando surgía un rival que intentaba disputarle ese lugar, no lo enfrentaba: lo transformaba en aliado. Compartir liderazgo era una jugada más inteligente que pelearlo.
La amistad no se hereda.
La amistad se forja, se sostiene, se cuida.
Es un hermano elegido de manera mutua, un pacto silencioso que nadie quiere que termine.
Pero la juventud no se alimenta solo de amigos.
Empieza también el amor, ese protagonista inesperado que cambia ritmos, prioridades y latidos.
Hubo un momento en que la amistad quedó en pausa.
No por traición ni distancia: simplemente porque entró ella.
Una joven que —desde el primer instante— dio la impresión de que podía ser compañera para toda la vida.
Al poco tiempo se adueñó de su corazón. Estaban enamorados, soñaban con un futuro juntos, pensaban en juntarse, en formar una familia. El amor crecía con una facilidad que asustaba y a la vez tranquilizaba.
Y aunque todavía no lo sabía, aquello que parecía eterno algún día iba a volverse heridas.Aún no puede entender cómo un plan tan grande —tan sentido, tan real— podía desmoronarse más rápido de lo que se construyó.
Pero ese dolor…
ese dolor todavía no había llegado.
Por ahora solo existía el amor, la ilusión, y la ignorancia de no prever lo que nadie planifica:
La ruptura.
El golpe.