La juventud es ese punto donde uno se siente invencible.
Responsable, trabajador, con ideales nuevos, limpios, brillantes… y entre todos esos ideales aparece el primero:
el amor.
El amor joven.
Ese que se vive con el corazón entero, sin reservas, sin experiencia, sin recaudos.
Ese que te hace creer que el futuro está escrito y que todo encaja perfecto.
Una pareja estable, proyectos, planes, convivencia, un camino de a dos.
Parecía simple. Parecía firme.
Parecía para siempre.
Pero así como llego, un día se quebró.
La ruptura fue un golpe directo al alma.
No solo se rompió la relación…
Se rompió la ilusión.
Se rompió el ideal.
Se rompió la imagen que el joven tenía de sí mismo, del otro, del futuro.
La belleza del primer amor dejó, al mismo tiempo,la fealdad del primer desamor.
La frustración, el dolor, la deslealtad, la decepción.
Heridas que no cicatrizan rápido.
Marcas que quedan para siempre, aunque más adelante ya no duelan.
Porque la verdad es esta:
uno nunca vuelve a amar como la primera vez.
Después del primer amor, ya se aprende que el amor no es solo luz:
también es quiebre, límite y realidad.
Y para sobrevivir al dolor, aparecen las frases de siempre:
—“Un clavo saca otro clavo.”
—“Un amor hace olvidar a otro amor.”
”Frases hechas… sí.Pero en ese momento, ayudan.
Sostienen.Dan aire.
Porque fue amor.
Y por eso duele.
Y por eso marca.
Y por eso enseña