Cicatrix

DURAZNO SANGRANDO

Aquel día apareció acompañado por ella:

una mujer elegante, fina, vestida de blanco, con esa presencia que ilumina por fuera pero enceguece por dentro. Su voz suave envolvía, casi hipnótica, capaz de adormecer las heridas que él todavía no sabía cómo nombrar. Prometía calma, prometía comprensión… y él, vulnerable, se dejó llevar.

No lo supo en ese momento, pero esa blancura era un disfraz.

Ella no lo llevó de la mano hacia un refugio, sino hacia un aislamiento silencioso, quirúrgico, donde poco a poco él fue perdiendo la noción de sí mismo. Era una sombra disfrazada de luz. Y cuando quiso darse cuenta, ya estaba atrapado en una oscuridad tan profunda que no sabía si era de día o de noche dentro de su propia alma.

Ese golpe emocional lo dejó sin aire.

Disolvió los proyectos, los sueños compartidos y, sobre todo, el anhelo más grande: ser padre. Un deseo que también se evaporó con la misma rapidez con la que ella se dio vuelta para abandonarlo.

La ruptura fue devastadora.

Una discusión en la puerta de la casa terminó de derrumbar lo poco que quedaba en pie.

Lo dejaron temblando, confundido, dividido entre el amor que sentía por su familia y el dolor que ya no podía esconder bajo ninguna excusa.

Era una mezcla de emociones entrecruzadas:

vergüenza, enojo, tristeza… y una sensación de abandono absoluto.

Perdido en ese pozo, empezó a reflexionar sobre lo que realmente forma a una persona:

los valores, la dignidad, la humildad, la fortaleza de los que se levantan cuando todo parece perdido.

Era irónico —o quizás necesario— que recién en la oscuridad empezara a preguntarse por su propia luz.

Ese pensamiento —mínimo pero firme—

fue el que le abrió una puerta mental.

Una rendija.

La idea de que el mundo no se había terminado.

De que tal vez quedaba un camino, una opción, una esperanza.

Y justo ahí, en ese borde frágil entre la caída y el ascenso, llegó la noticia que iba a cambiarlo todo.




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