Cielo color Melancolía, Besos rojos.

Capítulo 1.

Al cerrar los ojos percibí el olor del viento. El aire fresco y dulce de abril. Y al abrirlos ahí estaba aún, el viejo árbol de níspero. Un árbol que ha existido desde que tengo uso de conciencia. Me dio la bienvenida cuando llegué al mundo, le dio la bienvenida a mis primos, y a mi hermano menor. Un árbol gigante y frondoso, el cual ha sufrido todo tipo de males, y aún se alza victorioso formando parte esencial de la acera, siendo un decorado indispensable de la casa.

—Vamos donde Pedro —dijo mi hermano, al tiempo que se subía sobre el muro de la terraza—. Al parecer hoy hay partido y ya todos están en la cancha.

Como le llevaba más de veinte centímetros de estatura, me tenía que hablar con la cabeza alzada hacia mí, pero como él estaba parado sobre el muro era yo el que tenía que alzar la cabeza.

—Y el único que falta es Pedro como siempre—comenté.

—Sí, pero igual el partido es a las cinco.

Eche un vistazo rápido a mi reloj de pulsera.

—Solo falta media hora para las cinco —comenté

Mi hermano dio un salto desde el muro, y aterrizó de pie en la acera, con las manos alzadas como si fuera un gimnasta.

—Quieres apostar a qué seguro y ni se ha bañado —dijo, con la cabeza alzada hacia mí como de costumbre—. Yo apuesto a que no.

—Entonces ya perdí la apuesta —le dije.

La casa de mi primo Pedro no se encuentra lejos de la vivienda en donde pasé mi infancia. Tan solo hay que caminar tres casas y ya llegas. Y en dos de esas tres casas por las que tenemos que pasar rumbo a la suya, también viven familiares míos. Mi hermano y yo pasamos gran parte de nuestra niñez en un hogar numeroso. En el mismo lugar vivamos más de diez personas. Mis tías, tíos, primos, primas, abuelos, todos convivíamos en el mismo sitio. Y a lo largo de la cuadra residían aún más familiares nuestros. Habían ya pasado siete años desde que nos cambiamos de barrio. Y de esos siete, era la primera vez que íbamos de visita, así que podía entender la emoción de mi hermano por volver a ver a los primos.

Mi hermano y yo nos llevamos seis años, y cuando nos mudamos él tan solo tenía siete. La separación lo afectó mucho, vivía en una burbuja llena de amor y protección, que cuando lo alejaron de esa fuente, su burbuja explotó al igual que su mente. Pero después de pasar por algún que otro charlatán que se hacía llamar psicólogo, y con la ayuda de sus profesores, su familia y amigos, logró adaptarse muy bien a su nueva vida, diría que mucho mejor que yo.

Por mi parte, bueno, el cambio no supuso mucho. Por alguna extraña razón, no soy capaz de apegarme a las personas, puedo apreciarlas, quererlas, pero a veces dudo si puedo llegar a amarlas.

Cuando llegamos a la casa de Pedro mi tía nos recibió con un abrazo asfixiante. Nos brindó un vaso frío de jugo de zapote, y nos dijo que mi primo apenas se había metido a bañar. Por lo que mi hermano me volteó a mirar con una sonrisa triunfadora. La casa no había cambiado en nada. Aún estaba pintada con el mismo color amarillo pastel, todavía tenía la misma planta de Aloe Vera al lado de la pecera, frente al televisor la misma mecedora de mimbre. Y en la pared de la sala el mismo cuadro paisajista otoñal, que cada vez que observaba me resultaba familiar de alguna forma perturbadora. Como si yo en algún momento hubiera estado en ese mismo lugar. Si cerraba mis ojos podía verme allí, en ese mismo campo otoñal, oliendo el aroma de las hojas y flores que adornaban el camino al caer, escuchando cómo el viento formaba un pequeño conjunto percutivo con las ramas de los árboles, y al cual me sumaba con cada paso que daba sobre las hojas secas. Pero aunque el recuerdo es tan vivido que si extiendo la mano sería capaz de sostener una de las flores, es imposible que realmente haya estado en ese campo.

—¿Tía la casa de enfrente la vendieron? —le preguntó mi hermano, mientras se balanceaba en la mecedora.

—Sí, poco meses después de que ustedes se mudaran —respondió ella desde la cocina. Estaba preparando la cena.

—Realmente quería visitar a la chica que vivía allí, era agradable, ¿cómo era que se llamaba? —comentó mi hermano, rascando con su dedo su cabeza, como queriendo hurgan entre sus recuerdos.

—Camila, Camila Martínez —le respondí, y me apoyé sobre el marco de la puerta.

Mi hermano se volteó hacia mí, y se quedó mirándome por un momento con ojos dubitativos. Queriendo buscar en los míos alguna chispa de duda, pero eso es algo que nunca encontraría.

—¡Sí, Camila!, me gustaba mucho —dijo, y prendió la televisión, en la cual estaban trasmitiendo Naruto—. Siempre me dejaba jugar con su cachorro.

Se quedó hipnotizado viendo la televisión, así que fui y me senté en los escalones de la terraza. Los cuales nada más eran dos, con mis pies cruzados y estirados tocando la acera, con mi cuerpo relajado echado para atrás, y mis manos apoyadas en el suelo de la terraza.

Al observar el vecindario no pude evitar sentirme como un extraño. La calle estaba poca transitada, se podían observar a los vecinos sentados en sus sillas frente a sus casas, disfrutando del cálido clima, a lo lejos se escuchaban a los perros callejeros corriendo detrás de las motos. Volteé a la derecha, y donde antes había un parqueadero, en donde si estaba vacío el dueño nos dejaba jugar futbol, ahora estaba un pequeño centro comercial. Miré a la izquierda, y lo que era una tienda, se convirtió en un billar. Y delante de mí, estaba la casa en donde alguna vez vivió Camila. La miré, y pensé que había perdido toda su magia. Las grandes rejas de la terraza que llegaban hasta el techo habían desaparecido. Las flores de alegrías que decoraban la terraza ya no estaban. Las paredes tenían un color vino tinto chillón, que no le hacía justicia al lila encantador del pasado. Pero lo que me pareció aún más triste es que, ya no había señal alguna de Camila, ni del pequeño pastor alemán que siempre la acompaña sentado en la terraza.




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