Cielo color Melancolía, Besos rojos.

Capítulo 3.

Volví a sentarme en el mismo lugar en donde había estado hace unos instantes. Me quedé mirando nuevamente la casa de enfrente, intentando revivir el recuerdo que minutos antes había inundado mi cabeza. Pero este no volvió, al menos no con la misma intensidad. Recordé como después de decirle que me gustaban sus ojos ella sonrió. Me dijo que se llamaba Camila, y yo le dije mi nombre. Luego entró junto a su padre al interior de la casa, él salió a los minutos con el balón en mano; ella no volvió a salir. Todo lo demás está en negro. No recuerdo quién ganó ese partido, tampoco a qué hora terminamos de jugar, creo que ese día me realicé un enorme raspón en el codo, pero ni eso recuerdo.

Alcé mi rostro al cielo, y vi cómo el sol se había escondido detrás de algunas nubes negras. Al cerrar mis ojos, podía ver solo oscuras sombras, y algunas pequeñas partículas de luz flotando de un lado a otro. A lo lejos logré escuchar el tintineo del carrito de helados. Realicé un suspiro profundo, y en mi boca pude sentir un dulce sabor a helado de chicle. Y me encontré otra vez allí...

***

Desde el día en que conocí a Camila, volví una y otra vez a su casa. Al principio por la vergüenza solo me acercaba cuando estaba ella sola, o cuando estaba en compañía de su pequeño pastor alemán, el cual me tomó especial aprecio. Luego, cuando la vergüenza se disipó, gané el valor de acercarme cuando estaba junto a sus padres y hermano, hasta el punto en que me dieron la bienvenida, y me abrieron las puertas de su hogar en donde pasábamos horas sentados hablando en la terraza.

En una de esas tardes, en donde el sol estaba furioso en el cielo. Al observar a través de la reja, podía ver cómo las personas del vecindario estaban sentadas a las afueras de sus casas, bebiendo gaseosa, otros bebían cerveza. Se podía escuchar como uno de los vecinos, por alguna razón cada vez que colocaba tres canciones, la cuarta siempre era Sin Medir Distancia. Y Camila y yo, estábamos sentados sobre unas sillas plásticas blancas, murmurando las melodías de las canciones que conocíamos, y comiendo helado de chicle para soportar el calor que hacía.

—¿Camila tú sabes de qué color es el helado de chicle? —le pregunté.

—Pues azul, como el cielo —respondió —. Algunos son rosas, pero eso no son comunes.

—¿Y cómo sabes que el cielo es azul si nunca lo has visto?

—¿A qué te refieres?

—Bueno sabes que el cielo es azul porque seguro alguien te lo dijo, pero nunca lo has visto. ¿cómo sabes que es azul y no rojo? No sé si me explico, ¿cómo sabes como se ve el azul?

Camila hizo una cara pensativa por unos momentos. Comió un poco de helado y dijo.

—¿Quieres saber cómo se ve el azul?

—Sí, eso es lo que quiero saber.

—Vale acércate, siéntate frente a mí y cierra los ojos—me solicitó.

Tome la silla, y la rodé hasta estar frente a ella, cara a cara. En donde podía ver los poros de su piel, el pequeño lunar debajo de su ojo izquierdo, sus grandes pupilas que estaban observándome, pero a la vez solo miraban a la nada; podía sentir su aliento, perfumado con el aroma dulce del helado de chicle. Y cerré mis ojos como pidió.

Luego Camila extendió sus manos, y con la yema de sus dedos, las cuales estaban un poco frías a causa de sostener el pote de helado, empezó a recorrer mi rostro. Comenzó en mi barbilla, y subió con delicadeza rozando mis labios.

—Esta pequeña herida en el labio no estaba antes —comentó.

—Me la hice antes de ayer jugando futbol —Le dije. Mentí, en realidad me la había hecho por pelear con un chico mayor que había molestado a mi hermano hasta hacerlo llorar.

Continuó acariciando mi nariz, delineó mis cejas, y puso sus palmas sobre mis ojos, sumiéndome en una profunda oscuridad.

—Vale, ahora escucha mi voz. Quiero que imagines todo lo que tengo para decir. Quiero que te imagines en un día lluvioso, tú estás…

—¿Día lluvioso? ¿cómo sabes como se ve un día lluvioso? —la interrumpí, usando un tono burlesco y juguetón.

Me dio un suave golpe en la cabeza mientras decía:—Me falta un sentido no todos—. Y aunque no podía verla, por el sonido de su voz supe que tenía una sonrisa en su rostro. Sostuve su mano, y volví a colocar su palma sobre mi ojo derecho. Y ella continuó diciendo.

—Te encuentras sobre tu cama, y al levante, lo primero que sientes es la suave caricia del tapete de algodón de tu habitación. Una caricia dulce y con un sutil toque helado. Aún con tus ojos adormecidos, sales del cuarto, escuchando como en el techo se encuentran ligeros sonidos arrítmicos acompañando al tic tac del reloj de pared. Al llegar a tu sala, tus pies son dominados en su totalidad por el frío que desprende el piso, lo que hace que el poco sueño que aún tenías te abandone bruscamente. Y lo que antes eran sonidos arrítmicos, se transformaron en una hermosa melodía, orquestada por la lluvia y el viento. Escuchas cómo las gotas percuten el techo, chocan con las hojas de los árboles, y mueren al tocar el suelo. Das un vistazo rápido por la habitación y logras ver un enorme sofá, con un cuadro abstracto sobre él; en frente suyo hay una mesa de centro ovalada, decorada con un cactus pequeño y una taza de café caliente, cuyo aroma perfuma de forma sutil el ambiente, también ves una enorme ventana. Te acercas a ella, y puedes ver cómo más allá de sus vidrios empañados, se encuentran las hojas de los árboles danzando junto a la lluvia, y entre sus troncos se dibujan pequeños ríos formados por el agua que cae del cielo. Al abrir la ventana, sientes un fuerte golpe del viento gélido y mentolado sobre tu rostro, haciendo que tus pestañas bailen y que tus vellos se ericen. El viento toma control de toda la habitación, creando una hermosa mezcla de sensaciones, puedes sentir el olor de la lluvia, el viento mentolado, y en la punta de tu lengua un ligero sabor a café.




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