Cien por Cien

Capítulo Ocho

Estuve toda la tarde con Finn viendo películas. Le tuve que prestar la ducha para que no se quedara con su uniforme de béisbol. La última vez que se había bañado aquí fue a los doce años, en ese entonces mamá armaba una pequeña piscina en el jardín y Victoria y yo podíamos invitar amigos. Yo lo traía a él; y Victoria, a dos chicas de las cuales no recuerdo el nombre. De todas formas, solo una de ellas seguía siendo su amiga, la otra se mudó o se cambió de escuela, quedando en el olvido.

Faltaba una hora para el inicio de la ceremonia. Finn y yo ya estábamos con el uniforme de la escuela, pero me sentía tan cómoda en el sofá, mirando la televisión que no me daba ni un ápice de ganas ir. Creía que el chico sentado en el sofá individual pensaba igual, hasta se quitó la corbata y tenía los botones superiores de su camisa desabrochados.

Estábamos viendo un clásico. No era mi favorito, sin embargo, clásicos son clásicos. Me resultó más fácil de lo que había pensado convencer a Finn de ver esa película. Nunca lo vi del tipo que aceptaría ver '10 cosas que odio de ti'. Siempre me sorprendían.

Cuando los créditos finales cubrieron la pantalla, él se acomodó en el sillón y volteó a mirarme.

—¿Odias algo de mí?

Uhm. Tardé en contestar.

—No se me ocurre nada, así que diré que no.

—Qué linda —enunció. Enseguida, me lanzó un cojín—. Ya vámonos.

Asentí y fui en busca de una chompa. Me disculpé con Finn por la demora. Realmente no encontraba mi chompa del uniforme por ningún lado. La única razón lógica era que Victoria haya cogido la mía del cesto de ropa recién lavada. ¡Qué raro!

Podía entrar a su cuarto y coger la de ella. Acerqué mi mano a la perilla. No obstante, me detuve segundos antes, no quería invadir su privacidad. Bajé al primer piso para reencontrarme con Finn. Al bajar, lo vi conversando con mamá y el abuelo.

—Últimamente lo veo mucho por aquí, jovencito —curioseó el abuelo—. ¿No viniste cuando le quitaron el yeso a mi Vaila?

—Papá, ya déjalos —alegó mamá con un poco de burla en su voz.

¿Cómo podían pensar que Finn y yo éramos algo más que amigos? Jamás, nunca, never. Simplemente no. Mi tipo de chico, si es que tuviera uno, sería alguien con objetivos similares a los míos. Aspiraciones, querer salir adelante... Y que me traiga mucha comida. Ese es un punto importante. Además, Finn era menor que yo. Todos sabemos que los hombres maduran después que las mujeres.

—Ya debemos irnos —resalté y empujé a Finn a la salida—. La bicicleta amarrada a la valla del jardín es de él. ¡Adiós!

Sobé mis brazos para entrar en calor. Seguíamos en invierno y aún corría aire frío. No le pedí nada, pero no fue necesario. Finn me entregó su chompa. La acepté sin dudar. Me quedaba larga, un poco más arriba de las rodillas. Igual cumplía el propósito de abrigarme.

Finn también compartió uno de sus auriculares conmigo. Ninguno habló el resto del camino para poder escuchar la música. Su playlist no estaba nada mal.

Sonó una de su cantante favorito: Humbe. Muy cursi para mi gusto. No rechisté.

"Y si el amor es ciego yo no necesito ver. Yo encuentro el mundo entero en tu piel".

Pegadiza sí que era.

En la entrada de la escuela le devolví el auricular.

—Listo, gracias, Val —Me dio una suave palmada en el hombro—. Solo no quería llegar solo.

No entendí sus razones, tampoco las cuestioné y cada uno fue por su camino. Él con los chicos del equipo y yo esperando encontrar a Rose. Aunque hubiéramos querido, no podíamos sentarnos juntos. Los miembros de clubes importantes, como él, se sentaban cerca de las autoridades.

La ceremonia era en el gimnasio, estaba todo decorado con los colores representativos de la escuela: azul y dorado. Similar al uniforme, aunque de dorado solo tenía el escudo.

Me senté cerca a unos compañeros de clase. Estábamos en las gradas, para tener vista desde arriba, dejé dos asientos de distancia por si Rose llegaba.

Cuando quedaban solo cinco minutos y los asientos de mi lado ya se habían ocupado, no me quedó más remedio que presenciar la celebración sola. Mi hermana también había llegado, luciendo mi chompa, se encontraba un par de graderías más abajo.

Habló el director. Aplaudimos. Habló la subdirectora. Aplaudimos. Daba igual quien balbuceara frente al micrófono, todos aplaudíamos. Cuando todos terminaron sus agradecimientos, hizo aparición el elenco de danza.

Eso explicaba la ausencia de Rose, ella bailaba. Y vaya que lo hacía bien. Vestían completamente de negro y hacían pasos que yo jamás sería capaz de hacer. Su baile duró casi diez minutos. La gente parecía entretenida. Unos cuantos padres de familia grababan emocionados la presentación de sus hijos. Entre ellos busqué a la familia de Rose, pero nada. Los padres de ella no habían ido a verla. Cuando terminaron, bajé de las graderías y la seguí a toda prisa.

—¡Rose! —exclamé evitando que se fuera con los demás bailarines—. Lo hiciste increíble.

—Ella tiene mucha razón —dijo una voz aguda. Era la novia de Rose.

Me aparté a un lado para que pudieran abrazarse. Su abrazo era poderoso. Transmitían más de lo que podría explicar con palabras. Sentía el amor en el aire, un amor puro y desinteresado. Un bonito amor.




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