Cinco Elementos. La Prisión para Magos de Valtoria.

XIX. Camilo y Nathaniel.

De manera simultánea al campeonato, Camilo, ahora viajaba en el carruaje de Nathaniel, oculto junto a la carga del mercader. A pesar de que no era un espacio cómodo, Camilo tenía la ventaja de observar el panorama por las pequeñas rendijas que daban respiración a la bodega móvil, sin temor a ser visto de vuelta.

El trayecto hacia la zona residencial fue sencillo, Nathaniel tenía paso libre gracias a su permiso para comercializar, así que salir de la zona administrativa no supuso dificultad. La zona residencial era notoriamente más densa en población y las calles mucho más angostas. Por primera vez en su vida, Camilo vio departamentos destinados únicamente para ser viviendas. Mirando los planos, reconoció algunas construcciones ubicadas en terrenos que pertenecían a su familia y se cuestionó qué tan agradables serían las condiciones en las cuáles vivían los arrendatarios, quiso pensar que eran buenas, aunque al menos en cuanto a lo espacial parecían ligeramente más pequeñas de lo que las había imaginado en el papel. Desechó ese pensamiento rápidamente, conocía su manía de sumergía en largas reflexiones consigo mismo y ahora debía estar atento y enfocado en cumplir su objetivo. Además, aunque por el momento estaba en una situación favorable, con Nathaniel —en el cuál decidió confiar— guiando el camino, no podía evitar sentirse ansioso.

Esperaba que su aliado temporal comprendiese la cantidad de cenizas y cigarrillos apagados con los que se encontraría al revisar el carruaje, sobre todo porque eran sus cigarrilos y su mercancía, las que Camilo —ansioso— había encontrado buscando cosas interesantes entre las pertenencias de Nate. El joven Ferranza inspiró largo cuando cayó en que volvía a sumergirse en una reflexión de momento innecesaria.

En la búsqueda de algo que leer, encontró un paquete que advertía con letras rojas “Peligro”. Sin embargo, más allá de la advertencia, el empaque —bastante traslúcido— permitía observar lo que al menos a simple vista parecían solamente otro montón de libros como había muchos. Aun así prefirió no tocarlos, no sin antes consultar.

—¡Hey! ¡Natha…! ¡Nate! —llamó en voz baja a Nathaniel por la ventanilla, quién saludaba a lo lejos a una pareja de mediana edad, probablemente sus clientes—. ¿Qué pasa con ese paquete de libros con señal de peligro? ¿Infecciones? ¿Pólvora? —Nate soltó una carcajada corta que disimuló tosiendo. No esperaba que Camilo pudiese ser tan ingenuo.

—Ni infecciones, ni pólvora, ni armas escondidas, compañero. Historia, de aquella que nuestro todopoderoso gobierno prohibe, con otras versiones de la guerra con Eridia, versiones que cuestionan la participación real de Feng, textos sobre Magia —o ¿Qi?— como le llaman los Fengnianos, teorías revolucionarias, y todo lo que es peligroso leer —la voz de Nate sonaba con su entusiasmo normal a pesar de que de su boca salían razones para una cadena perpetua o quizá la clásica pena de muerte. Camilo prefirió no ahondar en las razones, para no generar una disputa innecesaria, pero sobre todo porque ya había comprobado que aquel mercader siempre estaba dos pasos por delante en cuanto a ingenio y preparación—. Y No, no tengo un plan de contingencia si decides dar aviso a las autoridades —dijo casi con tono jocoso. Disfrutaba a veces presumir lo ágil de su mente.

—Pero confías en que no lo haré.

—Digamos que puedo hacerme una idea de las personas luego de una observación rápida —la voz de Nate ahora sonaba orgullosa. Camilo asintió resoplando, curioso. Le pareció buena idea averiguar qué idea se había hecho el comerciante sobre él, y se dispuso a preguntar, sin embargo Nathaniel habló antes—. Saliendo de la zona residencial. Entrando a la zona comercial —avisó añadiendo formalidad.

Habían llegado al menos a la zona objetivo.

Camilo volvió al estado de alerta del comienzo, la zona era evidentemente distinta a la anterior. Con viviendas adosadas para trabajadores, ajetreo y bullicio constante, calles sucias y repletas de almacenes y fábricas.

El carruaje de Nathaniel se detuvo, y Camilo le entrego diez monedas de oro puro, lo que resulto en Nate sonriendo de oreja a oreja.

—Lavandería Rose —dijo Camilo mostrándole los planos a Nathaniel.

—…No preguntaré —respondió el joven comerciante encogiéndose de hombros y buscando en el plano. Tomó una pluma y marcó la ubicación en el papel—. Es gente extraña, compañero. Recomiendo no esperar demasiada cortesía, sea lo que sea que busques —dijo dándole una palmada en el hombro a Camilo, que se sorprendió ante el gesto, quizá Nate era una buena persona, o él mismo muy ingenuo. Finalmente, Nate marcó en el plano una X enorme donde escribió “Gloriosa Compañía Rainhart”—. Mi tienda, y mi casa —continuó sonriendo—. Si me das unos días, puedo conseguirte un permiso para transitar la zona administrativa sin dificultad, compañero. Por una módica suma, claro está —añadió guiñando un ojo. Camilo resopló, sonriendo.

El joven Ferranza agradeció la oferta. Pero concluyó que hacer alianza con Nathaniel sería por el momento demasiado problemático, sobre todo por el hecho de que volver a esta zona de la ciudad se la haría —por sí solo, al menos— una travesía.

Nathaniel y Camilo estrecharon manos, se despidieron caballerosamente y tomaron sus respectivos rumbos. Camilo retomó su caballo, pero rápidamente decidió que sería mejor idea andar a pie, sería mucho menos llamativo.

La leve llovizna de Valtoria hacía su aparición a medida que Nathaniel volvía a su casa, al joven le acomodaba la lluvia. Pocos lo sabían y entenderían por qué, pero este fenómeno climático era en gran medida clave en su éxito comercial.

El joven Rainhart no era un tipo que acostumbrara bajar la guardia, lo cual había sido otra de las razones de su éxito. Fue entonces quizá la enorme ganancia que había significado trabajar con un noble lo que le relajó ese día, quizá el haberse retrasado en su horario habitual debido a esto mismo, quizá simplemente como todo ser humano cometió un error de cálculo, pero de un minuto a otro tenía una pistola de bolsillo apuntándole la cabeza, y a cuatro sujetos con cuchillas preparados para entrar en su carruaje y vandalizar todo lo posible.




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