Diciembre siempre llegaba con el mismo aroma.
Antes incluso de que la calle se llenara de luces tibias y escaparates decorados, antes de que el frío obligara a esconder las manos en los bolsillos, ella ya estaba ahí. En el pequeño local de la esquina, de paredes color crema y ventanas amplias, el olor a chocolate derretido se filtraba hacia afuera como una promesa silenciosa. No había anuncios luminosos ni grandes letreros. Solo un pizarrón negro escrito con tiza blanca:
“Chocolate caliente artesanal. Solo en diciembre.”
Para ella, ese mes no era solo una fecha en el calendario. Era un ritual. Cada año, cuando diciembre asomaba, desempacaba las mismas tazas de cerámica, colocaba los frascos de malvaviscos en fila perfecta y revisaba una y otra vez las recetas que ya sabía de memoria. Chocolate caliente espeso, cremoso, con un toque exacto de vainilla. Cupcakes de chocolate húmedos, coronados con betún suave. Pay de queso con base crujiente y corazón oscuro. Pasteles que se deshacían en la boca y hacían olvidar el mundo por unos minutos.
Amaba el chocolate. No solo por su sabor, sino por lo que provocaba en los demás. Sonrisas involuntarias. Suspiros de alivio. Ese gesto casi imperceptible cuando alguien cerraba los ojos al primer sorbo.
Ella también sonreía así.
Dulce era una mujer de mejillas suaves y manos siempre tibias, de belleza serena y real. Su cuerpo tenía curvas generosas que hablaban de calidez y dulzura, lejos de la perfección rígida, pero llenas de vida. Sus ojos cafés, profundos como el chocolate que tanto amaba, guardaban una ternura capaz de envolver a cualquiera que se atreviera a mirarlos un segundo de más. Se movía detrás del mostrador con naturalidad, como si ese espacio hubiera sido hecho para ella. Su sonrisa no era ensayada ni comercial; era sincera, amplia, de esas que no pedían nada a cambio. Atendía a cada cliente como si fuera el único, aunque supiera que en unos minutos la cafetería se llenaría de murmullos y vapor.
Durante once meses al año, la vida seguía otro ritmo. Trabajos temporales, días comunes, rutinas sin magia. Pero en diciembre… diciembre era suyo.
Cinco años habían pasado desde la primera vez que levantó la cortina metálica del local con manos temblorosas. Cinco años desde que se atrevió a creer que alguien querría entrar solo para tomar chocolate caliente. Cinco años desde que descubrió que, a veces, los sueños pequeños son los que más abrigan.
No lo sabía entonces, pero ese primer diciembre también marcaría el inicio de otra tradición.
Él entró la primera vez sin intención.
El frío lo había empujado hacia la primera puerta abierta que encontró. Alto, de pasos firmes y mirada cansada, apenas levantó la vista cuando la campanilla anunció su llegada. El aroma lo envolvió antes que cualquier palabra. Chocolate caliente, intenso y dulce, como un recuerdo de algo que no sabía que había perdido.
Pidió lo primero que vio en el pizarrón y se sentó cerca de la ventana, sin pensar demasiado. No habló mucho. No miró demasiado. Solo bebió, lentamente, mientras el calor le recorría el pecho.
No sabía que volvería… Pero el recuerdo se quedó con él.
El segundo año regresó porque lo recordó. El tercero porque lo necesitó. El cuarto porque ya no sabía pasar diciembre sin cruzar esa puerta.
Y ella, detrás del mostrador, siempre estaba ahí.
Cada año lo reconocía antes. Cada año su sonrisa parecía un poco más luminosa cuando lo veía entrar. Nunca preguntó por qué solo aparecía en diciembre. Nunca exigió explicaciones. Solo le servía su chocolate como si fuera parte del ritual, como si él perteneciera a ese pequeño universo de cacao y calor.
Él, por su parte, tardó más en entender.
Creyó que era el chocolate. Que era el refugio. Que era la calma que encontraba en ese lugar diminuto mientras afuera el mundo seguía corriendo. No fue hasta el quinto diciembre que la verdad se hizo clara y sencilla: no era el sabor lo que lo hacía volver, sino la chica que, con una sonrisa honesta, lograba que el peso del día desapareciera.
Pero esa historia aún no comenzaba.
Por ahora, diciembre acababa de abrir sus puertas una vez más, el chocolate burbujeaba lentamente sobre el fuego, y ella acomodaba los malvaviscos sin saber que, del otro lado de la calle, alguien estaba a punto de cruzar la puerta por primera vez.
Y nada volvería a ser igual.