Cinco inviernos de chocolate

El primer ivierno

Diciembre llegó sin avisar, como siempre.

Una mañana despertó con el frío colándose por las rendijas de la ventana y supo que había llegado el momento. No necesitó mirar el calendario; su cuerpo lo sabía. Había algo distinto en el aire, una quietud especial, una promesa. Se levantó con una sonrisa suave, aún somnolienta, y se preparó café mientras repasaba mentalmente la lista que llevaba semanas armando.

Ese día abriría la cafetería.

Por primera vez.

El local era pequeño, modesto, casi tímido, ubicado en una esquina que muchos pasaban por alto. Tenía un gran ventanal que dejaba entrar la luz invernal y una campanilla en la puerta que sonaba con un tintineo delicado. Nada extravagante, nada llamativo. Pero para ella, ese espacio significaba todo.

Colocó el delantal color crema sobre su vestido, se recogió el cabello de manera despreocupada y respiró hondo antes de subir la cortina metálica. Sus manos temblaron apenas, no por el frío, sino por los nervios. Durante meses había soñado con ese momento: gente entrando, tazas humeantes, el aroma del chocolate envolviéndolo todo.

Encendió la cafetera, preparó la mezcla base, revisó por tercera vez los frascos de malvaviscos, el cacao en polvo, las barras de chocolate oscuro. Todo estaba en su lugar.

El pizarrón negro, apoyado contra la pared, ya anunciaba con letras imperfectas pero llenas de ilusión:

“Chocolate caliente artesanal. Solo por diciembre”

Miró el reloj. Aún era temprano. Las primeras horas pasaron lentas. Entraron un par de personas curiosas, una señora mayor que pidió un chocolate para llevar, una pareja joven que compartió un cupcake. Cada venta, por pequeña que fuera, le llenaba el pecho de emoción. Sonreía más de lo habitual, agradecía de más, como si quisiera asegurarse de que todos supieran cuánto significaba para ella que estuvieran ahí.

Fue cerca del mediodía cuando él apareció.

Afuera, el viento se había vuelto más frío y el cielo se tornaba gris. Caminaba con pasos largos y seguros, las manos en los bolsillos del abrigo oscuro, la mente ocupada en asuntos que no le daban tregua. No buscaba nada en particular. Solo necesitaba entrar en algún lugar, cualquier lugar, para escapar del clima y del peso del día.

Entonces lo sintió. El aroma. Chocolate caliente. Espeso. Dulce.

Se detuvo frente al ventanal sin darse cuenta. Observó el interior por un segundo más de lo necesario. El lugar irradiaba calidez: luces suaves, mesas pequeñas, vapor elevándose desde las tazas. Y detrás del mostrador, una chica que no encajaba con la prisa del mundo exterior.

Empujó la puerta. La campanilla sonó. Ella levantó la vista de inmediato.

—Buenas tardes —dijo, con una sonrisa amplia y sincera.

Su voz era cálida, envolvente, como el lugar mismo. Él asintió apenas, algo sorprendido por la sensación inmediata de alivio que lo recorrió.

—Buenas tardes —respondió—. ¿Qué… qué me recomienda?

Ella pareció iluminarse con la pregunta.

—El chocolate caliente —dijo sin dudar—. Es la especialidad. Lleva chocolate oscuro, un toque de vainilla y… —hizo una pausa breve— malvaviscos, si le gustan.

—Uno de esos, por favor. —asintió de nuevo.

Se sentó cerca de la ventana, quitándose el abrigo con movimientos pausados. Observó el lugar con curiosidad mientras ella comenzaba a preparar la bebida. Sus movimientos eran seguros, amorosos, como si cada paso tuviera un propósito. No parecía apresurada, aunque el local empezaba a llenarse poco a poco.

Ella calentó la leche, añadió el chocolate con cuidado, removió lentamente. El aroma se intensificó, llenando el aire de una dulzura profunda que parecía abrazar.

Cuando colocó la taza frente a él, el vapor ascendía en espirales suaves.

—Aquí tiene —dijo—. Espero que le guste.

La taza estaba tibia entre sus manos. Dio el primer sorbo con cautela. Y el mundo se detuvo.p

El chocolate era espeso, cremoso, intenso sin ser empalagoso. El dulzor exacto, la textura perfecta. Cerró los ojos sin darse cuenta, dejando que el calor le recorriera el pecho, el estómago, los dedos entumidos.

Era… reconfortante.

Volvió a beber, más despacio, como si quisiera prolongar la sensación. No recordaba la última vez que algo tan simple le había provocado ese alivio inmediato, casi emocional.

Ella lo observaba desde el mostrador, fingiendo ordenar unas tazas, pero atenta a cada gesto. Reconoció la expresión en su rostro: esa mezcla de sorpresa y placer que tanto le gustaba ver.

—Está… increíble —dijo finalmente, levantando la vista—. De verdad.

—Me alegra mucho.—ella sonrió, orgullosa.

No hablaron más durante unos minutos. Él bebía, ella atendía a otros clientes, pero el ambiente entre ellos se sentía tranquilo, cómodo. Cuando terminó, se levantó y se acercó al mostrador para pagar.

—Gracias —dijo—. Volveré… antes de que termine diciembre.

No sabía por qué lo dijo. Simplemente salió de su boca.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.