Cinco inviernos de chocolate

El segundo invierno

Diciembre regresó con la puntualidad de un suspiro contenido.

Para Dulce, el segundo año fue distinto desde el primer día. No porque el local hubiera cambiado, eran las mismas mesas, el mismo ventanal, la misma campanilla delicada en la puerta, sino porque ella ya no abría con miedo, sino con expectativa. Sabía lo que hacía. Sabía que su chocolate gustaba. Sabía que, durante un mes, ese pequeño espacio se transformaría en un refugio para desconocidos cansados del frío y de la prisa.

Colocó el pizarrón en la acera con letras nuevas, un poco más cuidadas:

“Chocolate caliente especial. Con malvaviscos — solo en diciembre”

El aroma volvió a llenar el aire como un abrazo anticipado.

Lo que no sabía era que, en algún lugar de la ciudad, alguien también había sentido el regreso de diciembre como un llamado silencioso.

Él lo recordó una tarde cualquiera, cuando el frío se volvió más insistente y la memoria, caprichosa, decidió traerle aquel sabor exacto. Chocolate caliente. Espeso. Perfecto. No recordó el nombre del lugar ni la calle, solo la sensación: el alivio inmediato, el calor expandiéndose en el pecho, el mundo desacelerando por unos minutos. Sin darse cuenta, empezó a buscarlo.

Pasó por la misma esquina una semana después de que Dulce abriera. Se detuvo al ver el ventanal iluminado, el vapor empañando el vidrio, el pizarrón negro apoyado afuera. Sonrió apenas, sorprendido de sí mismo.

—Así que aquí estabas —murmuró.

Entró. La campanilla sonó. Dulce levantó la vista y su corazón dio un pequeño salto. No fue evidente, no fue exagerado, pero ahí estuvo. Lo reconoció de inmediato: alto, abrigo oscuro, mirada seria suavizada por algo que no supo nombrar. El hombre del chocolate.

—Buenas tardes —dijo ella, y su sonrisa salió más natural de lo que esperaba.

Él la miró con más atención que el año anterior. No con descaro, sino con curiosidad. Como si recién ahora tuviera tiempo de verla.

—Buenas tardes —respondió—. Veo que volvió a abrir.

—Sí. Como cada diciembre lo haré.

—Me alegra —dijo, y esta vez lo pensó antes de decirlo.

Se sentó en la misma mesa junto a la ventana, como si el cuerpo recordara antes que la mente. Dulce preparó el chocolate sin preguntarle, repitiendo la receta exacta, aunque esta vez sus movimientos fueron un poco más conscientes, como si supiera que estaba siendo observada. Cuando llevó la taza, él alzó la vista.

—Gracias.

Sus dedos rozaron brevemente los de ella al tomarla. Fue un contacto mínimo, casi accidental, pero suficiente para que ambos lo notaran.

—Sabe igual que lo recordaba. —declaró después del primer sorbo y sonrió.

—Eso es bueno —respondió Dulce—. Significa que no fallé.

—Al contrario. —la miró por un segundo más— Creo que incluso está mejor.

Ella sintió un calor distinto al del vapor, pero solo sonrió, no dijo nada más. Durante los siguientes días, él volvió. No siempre a la misma hora, no siempre sin prisa, pero siempre con esa calma particular que parecía envolverlo al cruzar la puerta. Dulce empezó a esperarlo sin admitirlo del todo. Se descubría mirando el ventanal cuando la tarde avanzaba, preguntándose si aparecería. Y cuando lo hacía, algo dentro de ella se acomodaba.

Una tarde, mientras el local estaba casi vacío y la música suave llenaba el silencio, él se quedó de pie frente al mostrador, sosteniendo la taza entre las manos.

—Tengo una pregunta —dijo.

—Dime.

—¿Cómo te llamas?

Dulce parpadeó, sorprendida por la sencillez de la pregunta y, al mismo tiempo, por lo mucho que significaba.

—Dulce.

Él repitió el nombre en voz baja, como probándolo.

—Te queda perfecto. —declaró y ella soltó una pequeña risa, tímida.

—Eso dicen.

—No solo por el chocolate —añadió—. Tiene sentido contigo.

La miró a los ojos cuando lo dijo. No hubo prisa, no hubo intención evidente, solo una honestidad tranquila que hizo que Dulce bajara la vista por un segundo, sonriendo.

—¿Y tú? —preguntó ella, reuniendo valor—. ¿Cómo te llamas?

Él dudó apenas, como si entregar su nombre fuera más íntimo de lo que parecía.

—Eros.

Ella alzó las cejas, divertida.

—Es… un nombre interesante.

—Lo sé —dijo él con una media sonrisa—. A veces pesa más de lo que debería.

—Creo que te queda —respondió Dulce—. Tiene carácter.

Desde ese día, algo cambió.

No fue un cambio abrupto, ni evidente para otros, pero entre ellos se instaló una cercanía distinta. Conversaciones cortas pero significativas. Preguntas suaves: cómo había ido el día, si hacía mucho frío afuera, si el chocolate estaba en su punto.

Eros empezó a notar detalles. La forma en que Dulce se mordía ligeramente el labio cuando estaba concentrada. Cómo su risa llenaba el local incluso cuando había pocas personas. Cómo su cuerpo curvy se movía con seguridad detrás del mostrador, sin esconderse, sin pedir permiso.




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