Cinco inviernos de chocolate

El tercer invierno

Ese diciembre llegó cargado de cansancio.

Eros lo supo desde el primer día. No era solo el frío ni las calles abarrotadas; era el peso acumulado de un año que no había dado tregua. Jornadas interminables, responsabilidades que no se detenían, silencios largos al final del día. Había aprendido a seguir adelante sin detenerse demasiado a sentir, porque hacerlo implicaba enfrentar un agotamiento que no sabía cómo nombrar.

Por eso, cuando diciembre avanzó y la ciudad comenzó a vestirse de luces, algo dentro de él buscó instintivamente un lugar donde poder bajar la guardia.

Y volvió a encontrarla. La cafetería de Dulce se convirtió en ese espacio sin que él lo planeara. Empezó yendo una vez por semana, luego dos, hasta que se dio cuenta de que cruzaba esa puerta casi a diario. A veces solo por una taza de chocolate. Otras, por el simple hecho de sentarse cerca de la ventana y respirar.

Cada vez que entraba, la campanilla anunciaba su llegada y Dulce alzaba la vista. No importaba qué estuviera haciendo: siempre había una sonrisa esperándolo.

—Buenas tardes, Eros —decía ella, pronunciando su nombre con naturalidad, como si le perteneciera.

Ese detalle, tan pequeño, le aflojaba algo en el pecho.

—Buenas tardes, Dulce.

A veces no necesitaba pedir. Ella ya estaba calentando la leche cuando él se acercaba al mostrador. Otras, se quedaba ahí unos segundos más de lo necesario, apoyado en la madera, observándola mientras trabajaba.

—Hoy te ves cansado —comentó ella una tarde, con suavidad. Eros se sorprendió.

—¿Tanto se nota?

—Un poco —admitió—. Pero aquí puedes descansar. Al menos un rato.

No sabía cómo lo había dicho, pero esas palabras se le quedaron grabadas. Aquí puedes descansar. Ese día se quedó más tiempo. Bebió despacio, observó cómo la luz del atardecer se filtraba por el ventanal, cómo Dulce atendía a cada cliente con la misma amabilidad, la misma sonrisa sincera. No había nada forzado en ella. Era auténtica, y eso lo atraía más de lo que estaba dispuesto a reconocer.

Las conversaciones entre ellos se volvieron más frecuentes. Más largas.

—¿Siempre te ha gustado el chocolate? —preguntó él una tarde.

—Desde que era niña —respondió Dulce—. Mi abuela decía que el chocolate cura el alma. Yo le creí.

—Creo que tenía razón.

Ella sonrió, acomodando unos frascos.

—¿Y tú? —preguntó—. ¿Por qué siempre vuelves?

—Supongo que… —dudo— Me gusta cómo sabe aquí.

No era mentira. Pero tampoco era toda la verdad. Dulce asintió, aceptando la respuesta sin presionar. Eso también le gustaba de ella: nunca exigía más de lo que alguien podía dar.

Fue un jueves cuando apareció él. Era un hombre más joven, de sonrisa fácil y actitud relajada. Entró saludando en voz alta, como si el lugar le resultara familiar.

—¡Dulce! —dijo—. Pensé que hoy no vendrías. —comentó y ella rió.

—Mientras sea diciembre, aquí estaré.

—Menos mal —respondió él, acercándose demasiado al mostrador—. Dame el chocolate de siempre.

Eros estaba sentado en su mesa habitual. Levantó la vista sin querer. Observó cómo Dulce le sonreía al otro hombre, cómo intercambiaban palabras ligeras, risas suaves. Nada fuera de lo común. Nada distinto a lo que ella hacía con cualquier cliente.

Y aun así, algo le incomodó. Sintió una presión extraña en el pecho, una tensión inesperada. Frunció el ceño, molesto consigo mismo. No tenía ningún derecho a sentirse así. Dulce no le pertenecía. No había promesas, ni palabras dichas, ni gestos que cruzaran la línea.

Entonces, ¿por qué le molestaba?

El otro cliente se quedó hablando con ella más tiempo del necesario. Apoyó el codo en el mostrador, inclinándose hacia adelante.

—Deberías abrir todo el año —le dijo—. Tendrías clientes de sobra.

—No sería lo mismo —respondió Dulce—. Diciembre tiene su magia.

—Tú tienes la magia —contestó él, sin pudor.

Eros apretó la taza entre las manos. Dulce soltó una risa ligera, amable, la misma que ofrecía a todos. Pero Eros no lo vio así. Para él, esa sonrisa se sintió distinta, exclusiva, como algo que no quería compartir. Bebió el último sorbo de chocolate con rapidez y se levantó.

—Hasta mañana, Dulce —dijo, más seco de lo habitual. Ella alzó la vista, sorprendida.

—¿Te vas ya?

—Sí. Tengo cosas que hacer.

—Cuídate —respondió ella, con la misma calidez de siempre.

Eros salió al frío con el ceño fruncido. Caminó varias calles sin rumbo, intentando entender lo que sentía. Celos. La palabra le resultaba incómoda, casi absurda. No estaba acostumbrado a ese tipo de emociones, mucho menos por alguien con quien no tenía nada definido.

Y sin embargo, ahí estaba.

Al día siguiente volvió.

Y al otro.

Y al otro.




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