Cinco inviernos de chocolate

El cuarto invierno

El cuarto diciembre llegó como llegan las certezas que uno no se atreve a pronunciar: sin ruido, pero imposible de ignorar.

Dulce levantó la cortina metálica una mañana fría, con el corazón extrañamente acelerado. Ya no había nervios como el primer año ni la emoción tímida del segundo. Tampoco la necesidad de demostrarse algo a sí misma, como el tercero. Ese diciembre traía otra cosa. Una expectativa callada, contenida, que no tenía que ver solo con la cafetería.

Colocó las mesas, encendió las luces cálidas, acomodó los frascos de malvaviscos como siempre. El aroma del chocolate empezó a llenar el local lentamente, envolviendo el espacio con esa calidez familiar que ya formaba parte de ella. Se miró en el reflejo del ventanal por un instante y notó algo distinto.

No era el vestido nuevo ni el cabello ligeramente más largo. Era la forma en que se sostenía a sí misma. Más segura. Más consciente de su propio valor. Más dueña de ese lugar y de lo que significaba.

Cuando la campanilla sonó por primera vez ese día, Dulce supo, incluso antes de levantar la vista, que era él.

Eros estaba ahí.

Alto, elegante incluso en la sencillez de su abrigo oscuro, con la mirada cansada pero viva. Sus ojos recorrieron el lugar como si regresara a casa después de una ausencia larga, aunque solo hubieran pasado once meses. Cuando la miró, algo en su expresión cambió.

—Hola, Dulce —dijo, con una sonrisa suave. Ella sintió el impacto directo en el pecho.

—Hola, Eros.

Él la observó con más detenimiento que nunca. No fue descarado ni invasivo, pero sí profundo. Como si la viera de verdad, sin prisas. Le pareció más bella. No solo por sus curvas suaves, por la forma en que su delantal abrazaba su cuerpo o por el brillo en sus ojos, sino por la tranquilidad que irradiaba. Por la luz serena que parecía rodearla.

—Te ves… distinta —comentó.

—¿Distinta cómo? —Dulce ladeó la cabeza, curiosa. Eros dudó, buscando la palabra correcta.

—Más tú. —declaró y ella se sonrojó.

—Gracias —respondió en voz baja.

Ese día no necesitó preguntarle qué quería. Preparó el chocolate caliente con malvaviscos como si fuera un ritual sagrado. Cuando se lo entregó, sus dedos volvieron a rozarse, y esta vez ninguno se apartó de inmediato. Eros tomó el primer sorbo y cerró los ojos.

—Sigue siendo el mejor chocolate del mundo.

—Eso dices cada año.

—Y cada año lo confirmo.

Diciembre avanzó rápido, como si el tiempo se plegara sobre sí mismo dentro de ese pequeño local. Eros volvió al día siguiente. Y al otro. Y al otro. A veces se quedaba solo unos minutos; otras, más tiempo del habitual. Dulce empezó a cerrar un poco más tarde sin darse cuenta, prolongando esas conversaciones que se volvían cada vez más personales.

Una tarde tranquila, cuando el local estaba casi vacío, Eros se quedó apoyado en el mostrador, observándola mientras limpiaba una taza.

—¿Puedo preguntarte algo? —dijo.

—Claro.

—¿Qué haces el resto del año?

Dulce se detuvo un segundo. No porque la pregunta la incomodara, sino porque era la primera vez que alguien parecía genuinamente interesado en esa parte de su vida.

—Trabajo en lo que sale —respondió—. Cafeterías, pastelerías, eventos… cosas temporales. Me gusta aprender un poco de todo.

—¿Y nunca pensaste en abrir esto todo el año? —quiso saber y ella sonrió con suavidad.

—Muchas veces. Pero no quiero que se vuelva rutina. Diciembre es especial. Es mi mes.

Eros asintió, comprendiendo más de lo que dijo.

—Tiene sentido. —Hizo una pausa—. Supongo que eso te da libertad.

—Sí —respondió—. Y también incertidumbre. Pero estoy bien con eso.

Ella lo miró entonces, reuniendo valor.

—¿Y tú? —preguntó—. Nunca me has dicho a qué te dedicas. —señaló y Eros respiró hondo.

—Tengo una empresa.

Dulce alzó las cejas, sorprendida.

—¿En serio?

—Sí. No es temporal —añadió con una leve sonrisa—. Es… tiempo completo. A veces demasiado.

—Eso explica muchas cosas —dijo ella, divertida—. Siempre pareces cansado.

—Culpable. —rio suavemente.

Hablaron de trabajo, de planes, de posibilidades que ninguno se había atrevido a decir en voz alta antes. Dulce habló de su sueño de algún día tener algo propio, aunque no sabía cuándo ni cómo. Eros habló de responsabilidades, de decisiones que no siempre dejaban espacio para lo personal.

—¿Y dónde te ves en unos años? —preguntó ella. Eros la miró con atención.

—En un lugar tranquilo —respondió—. Donde pueda respirar. Donde el tiempo no se sienta como una deuda constante.

Dulce sintió un nudo en el pecho.

—Suena bonito.

—Lo es —dijo él—. O al menos lo imagino así.




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