Cinco inviernos de chocolate

Cinco inviernos de chocolate

El quinto invierno llegó distinto. No fue solo el frío más intenso ni las luces más brillantes en las calles. Fue esa sensación sutil, casi imperceptible, de que algo estaba a punto de cambiar. Como si diciembre supiera que esta vez no podía pasar desapercibido, como si cada día contara un poco más que los anteriores.

Dulce abrió la cafetería una mañana gris, respirando hondo antes de levantar la cortina metálica. El aroma del chocolate volvió a llenar el aire, cálido y familiar, como siempre. Las tazas estaban en su lugar, los frascos de malvaviscos alineados con cuidado, el pizarrón anunciando una vez más lo que ya era casi una leyenda en el barrio:

“Chocolate caliente especial. Solo por diciembre”

Ella sonrió al verlo… pero había algo nuevo en su mirada. Seguía siendo hermosa. Tal vez más que nunca. Sus curvas se movían con la misma gracia detrás del mostrador, su sonrisa seguía siendo sincera, generosa, capaz de iluminar el local entero. Pero si alguien la miraba con atención… con la atención que solo Eros sabía darle, podía notar esa sombra leve en sus ojos, una tristeza discreta que no alcanzaba a apagar su luz, pero que estaba ahí.

Eros apareció poco después del mediodía. Había cambiado también. Más interesante, más seguro, con una elegancia natural que no necesitaba demostrarse. El abrigo oscuro le sentaba perfecto, el rostro más sereno, la mirada más clara. Cinco inviernos habían pasado por él, y en lugar de endurecerlo, parecían haberlo afinado, como si el tiempo hubiera aprendido a tratarlo con más cuidado.

Cuando cruzó la puerta y la campanilla sonó, Dulce levantó la vista. Sus miradas se encontraron. El mundo, como siempre, se detuvo un segundo.

—Hola, Dulce —dijo él, con una sonrisa suave.

—Hola, Eros —respondió ella.

Había algo distinto entre ellos. No tensión incómoda, sino una intimidad profunda, silenciosa, que ya no necesitaba justificarse. Se movían con la naturalidad de quienes se conocen desde hace años, aunque solo compartieran diciembre.

Dulce preparó el chocolate caliente con malvaviscos sin que él lo pidiera. Cuando colocó la taza frente a él, Eros notó el leve temblor en sus manos.

—¿Todo bien? —preguntó con cuidado.

—Sí —respondió ella—. Solo… es uno de esos días.

Él asintió, respetando el silencio. Durante ese diciembre, las conversaciones se volvieron más largas que nunca. Hablaban de libros, de música, de recuerdos de infancia. Eros le contaba anécdotas de viajes por trabajo; Dulce le hablaba de recetas que quería perfeccionar, de ideas que guardaba en una libreta vieja.

A veces se reían tanto que olvidaban el paso del tiempo. Otras, se quedaban en silencio, mirándose, compartiendo una calma que no necesitaba palabras.

Pero Eros notaba la tristeza. La veía cuando Dulce creía que nadie la observaba. En la forma en que acariciaba el mostrador al cerrar por las noches. En cómo se quedaba mirando el local vacío unos segundos más de lo habitual.

Quiso preguntar muchas veces. No se atrevió. Hasta casi el final de diciembre. Era una tarde particularmente fría. Afuera, la nieve comenzaba a caer con lentitud, cubriendo la calle de un blanco suave. El local estaba vacío, envuelto en esa quietud especial que solo aparece antes de cerrar. Eros se quedó de pie frente al mostrador, sosteniendo su taza ya vacía.

—Dulce —dijo finalmente—, ¿puedo preguntarte algo? —inquirió y ella levantó la vista.

—Claro.

—Este mes… te siento distinta. —No sonó acusatorio, solo honesto—. Como si estuvieras despidiéndote de algo.

Dulce apretó los labios. Durante un segundo pareció debatirse consigo misma. Luego suspiró.

—Porque lo estoy. —aceptó y el corazón de Eros dio un salto incómodo.

—¿Qué quieres decir? —preguntó, miranda apoyar ambas manos sobre el mostrador.

—Este es el último diciembre que estaré aquí.

El silencio cayó pesado entre ellos.

—¿Cómo que el último? —preguntó él, con un nudo en la garganta.

—El dueño del local me avisó hace unos meses que va a venderlo. —sonrió con tristeza—. Así que tendré que buscar otro lugar… o algo diferente.

Eros sintió que el aire se le escapaba del pecho.

—Pero… —empezó, sin saber qué decir—. Este lugar es…

—Lo sé —interrumpió ella con suavidad—. Lo es para mí también.

—¿Y qué harás? —quido saber acercandose un poco más.

—No lo sé aún —admitió—. Encontraré la manera. Siempre lo hago.

Eros asintió, intentando parecer sereno.

—Donde sea que estés… —dijo—. Estoy seguro de que la gente te encontrará.

—Gracias, Eros. —lo miró con gratitud.

Esa noche, cuando él salió de la cafetería, el frío le golpeó con más fuerza que nunca. Caminó sin rumbo, con la idea martillándole la cabeza: *no volverla a ver*. No escuchar su risa. No sentir esa calma. No tener diciembre.

Y entonces lo entendió con claridad absoluta.

No era el chocolate.




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