Cinco inviernos de chocolate

Epílogo

El invierno volvió a llegar, pero esta vez no trajo incertidumbre.

La nieve caía despacio sobre la misma calle, cubriéndola de un blanco suave que brillaba bajo las luces cálidas del atardecer. El local seguía en la esquina, igual y distinto a la vez. El ventanal amplio, las mesas pequeñas, la campanilla en la puerta. Pero ahora el pizarrón anunciaba algo más:

“Chocolate caliente artesanal. Todo el año”

Dulce sonrió al acomodar los frascos de malvaviscos, observando cómo el vapor se elevaba lentamente desde la olla. Sus movimientos seguían siendo amorosos, precisos, como si cada taza llevara una intención secreta. Sus curvas se movían con la misma gracia de siempre, pero su mirada tenía una paz nueva, profunda, serena.

—¿Ya probaste este? —preguntó, sin girarse.

Eros apareció detrás de ella, rodeándola por la cintura con naturalidad. Había canas discretas en sus sienes y una calma firme en su porte, esa que solo llega cuando uno sabe exactamente dónde pertenece.

—Siempre pruebo todo lo que haces —respondió, besando su mejilla—. Es parte del trato.

—No es un trato —corrigió, apoyándose un segundo en su pecho—. Es amor.

Eros tomó una cuchara, probó el chocolate y cerró los ojos, como la primera vez.

—Sigue siendo el mejor del mundo.

—Eso dices todos los días.

—Porque todos los días es verdad.

Afuera, algunos clientes entraban, otros se iban. Había risas, conversaciones suaves, niños pidiendo malvaviscos extra. La cafetería ya no era solo un refugio de diciembre; se había convertido en un hogar compartido, un lugar donde el tiempo parecía caminar más despacio.

Eros la observó mientras atendía. La forma en que pronunciaba los nombres de los clientes habituales. Cómo recordaba quién prefería el chocolate más espeso, quién lo quería con un toque extra de vainilla. Pensó en todos los inviernos que habían pasado desde aquel primer encuentro, en lo cerca que estuvo de perderlo todo por miedo.

—¿En qué piensas? —preguntó Dulce, regresando al mostrador.

—En que casi te dejo ir —admitió.

—Pero no lo hiciste. —lo miró con ternura.

—No —dijo—. Y nunca lo haré.

Se quedaron mirándose un segundo largo, ese tipo de mirada que no necesita palabras. Luego, como si fuera un ritual inevitable, Dulce tomó dos tazas y sirvió chocolate caliente. Salieron juntos al frente del local, abrigados, hombro con hombro. La nieve comenzaba a caer otra vez. Eros tomó la mano de Dulce y la llevó a sus labios.

—¿Sabes qué es lo que más amo? —dijo.

—¿Qué?

—Que me enseñaste que el calor no siempre viene del fuego. —sonrió—. A veces viene de una sonrisa detrás de un mostrador.

—Y tú me enseñaste que los sueños pequeños pueden volverse eternos si se comparten. —dijo apoyando la cabeza en su hombro.

Brindaron con las tazas humeantes mientras la nieve los rodeaba. El mundo seguía girando, los inviernos seguían llegando, pero ya no había despedidas. Porque habían aprendido algo esencial:

Que el amor verdadero no depende de una estación. Que el chocolate puede abrir la puerta… Pero es el corazón el que decide quedarse.

Y así, juntos, con las manos entrelazadas y el invierno cayendo suave sobre ellos, supieron que diciembre ya no era un mes. Era su hogar…




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