Detuvo su bicicleta frente a la plaza.
Despues rio.
La había llamado fea. Ojos de lagartija. Y patas de gallina.
Cuando, vamos, ella era preciosa.
Con un rostro pequeño. Angelical. Y unos ojos grandes y separados, sí, pero dorados y dulces como la miel.
Se revolvió el cabello y bufó.
Era un imbécil.
Aunque ahora que lo pensaba fue lo mejor que pudo haber hecho. Así ella jamás querría volver a hablarle y él no se haría tontas ilusiones.
Porque qué podría ofrecerle él a una chica como ella, cuando sabía perfectamente lo que pasaría en cinco meses.
Había sido una locura pensar en acercarse a ella; le gustaba, sí. Y se había metido en su corazón desde aquella tarde en que la vio en el hospital, pero tenía que olvidarla.
Dejarla ir.