Sídney se acostó en el sofá y se miró en el espejo.
No le gustó lo que vio.
Después de todo ese imbécil tenía razón.
Sus ojos eran grandes y separados. Muy separados.
—Pa... ¿tengo ojos de lagartija?
Su padre quitó la mirada del computador y la miró con el ceño fruncido.
—De dónde sacas eso, cariño. Tus ojos son preciosos.
Adam entró y dejó el casco sobre la mesa.
—¿Qué cuentan familia? —preguntó, tirándose en el otro sofá.
—Enano. Dime algo, ¿tengo ojos de lagartija?
—Pues. Déjame ver. —Se acercó y le miró los ojos—. Pues ahora que me lo preguntas. Creo que sí.
—¿Por qué me mientes, pa...? —reclamó Sídney.
—No te mentí. Adam dile la verdad.
—Pero si esa es la verdad. Tiene ojos de lagartija.
—Adam.
—Bien. Sídney, tienes ojos preciosos.
Sídney se incorporó y recogió su cabello castaño en una coleta.
—Y mis piernas. ¿Qué piensan de ellas? —preguntó—. Parecen patas de gallina.
Ambos quedaron en silencio. Después Adam se echó a reír.
—Ay, saben qué, con ustedes no se puede —dijo Sídney—. Voy a dar una vuelta por el pueblo. Ya regreso.
—No se te olvida algo —preguntó su padre.
Sídney rodó los ojos y besó su mejilla.
—No vuelvas tarde, cariño. Y llévate tu celular.
—Okey, pa...
Cuando llegó al centro, se quedó mirando el vitral de una tienda de ropa, y pensó en su madre. Le hubiera gustado que ella le ayudara a escoger el vestido para su cumpleaños número diecisiete. Pero era imposible. Estaba en Paris. Y nunca había demostrado el mínimo interés de comunicarse con su hija.
Continuó caminando y vio a Nick.
Salía de una floristería cargado de un arreglo de rosas que montó en la cesta de su bicicleta.
Cuando el muchacho se fue, Sídney le tomó una fotografía a los números telefónicos que aparecían en la pared de la tienda, y volvió a casa.
Tenía una estupenda idea.
—Vamos a ver si te sigo pareciendo fea —murmuró frente al espejo, y llamó para pedir un arreglo de girasoles.
Se dio un baño. Se perfumó.
Se puso una minifalda de jean, una camisita corta y, por último, se maquilló.
Cuando Nick apareció en la puerta de su casa, no pudo disimular su sorpresa y la recorrió de pies a cabeza.
Ella sonrió, satisfecha.
Lo había conseguido.
—Oye, mis girasoles.
—Claro —tartamudeó Nick, entregándole el arreglo, y se volvió a quedar estático, mirándola.
—Se puede saber qué tanto me ves. ¿Te gusto o qué?
Nick volvió de su trance y soltó una carcajada.
—No seas tonta. No me gustas. Ni me gustarás. Miro tu diente.
—¿Mi diente? ¿Qué tiene mi diente?
—Está lleno pintura, lagartija. Límpiatelo.
—¡Ahg, eres un imbécil! —gruñó, arrojándole el ramo por la cabeza, y cerrándole la puerta en la cara.
—¿Y a ti qué te pasó? —preguntó Adam, mientras se comía un sándwich.
—¡A ti qué te importa!
Y corrió escaleras arriba.