Cuando Sídney llegó al colegio el olor a pintura la mareó.
Entonces se percató del montón de cajas que habían sacado al pasillo en lo que pintaban dirección.
Se detuvo en su casillero y sacó un libro.
Después miró hacia la entrada y vio venir a Nick.
Su corazón se aceleró y las manos le empezaron a sudar.
Cuando este pasó a su lado, la golpeó con su hombro.
—¡Óyeme, qué te pasa! —le reclamó.
—Lo siento. —La miró—. Ah, eres tú, lagartija. Entonces no lo siento.
—Te prohíbo que me llames lagartija.
—Ah, sí. ¿Tú y quien más, Sídney?
—Muy bien, Nick. Así quiero que me llames. Sídney.
—Uhm, déjame pensarlo... Pues no. No se me antoja. Y deja de entretenerme, que la verdad a mí sí me gusta llegar temprano a clases.
Nick siguió caminando y tropezó con una de las cajas que había en el pasillo.
Sídney rio. Después sintió pena.
—Oye, ¿estás bien? —dijo, acercándose.
—¡Déjame en paz! No quiero tú lástima —espetó Nick.