Cinematógrafo

Cinematógrafo

Los créditos rodaban por la plana en blanco que se erigía frente a veinte personas. Mínimo. Luego sólo quedó Rebeca, la única persona que nunca terminaba sus palomitas de maíz sino hasta que pasara la última compañía que ayudó a hacer la película.

No siempre había una escena post-créditos y rara vez había que decirle al proyeccionista que el filme se terminó, aun así ella misma subía, tocaba la gastada puerta, lo despertaba — o lo obligaba a abrirle —, y uno de los dos apagaba el desbarajuste.

Era la tercera vez que ella veía la misma película, el vejete con un aire de buen padre la cuestionó al respecto, como si no supiera ya la respuesta. “Amo demasiado el cine” le contestó, al igual que siempre. Esa debió ser la razón por la que ella sólo pagaba un treintaidosavo del boleto regular a uno de los cuatro empleados que aún quedaban en todo el edificio.

La siguiente función estaba por comenzar, se trataba de un romance entre un galán imposible y una dama que sólo comía lo suficiente como para no morir de hambre. Fiel a su palabra, Rebeca le abonó su boleto al anciano mientras este buscaba el disco que tuviera una etiqueta que mostraba un titulo fusionado con la palabra ‘Amor’.

"¡Qué apropiado!", pensó el proyeccionista.

Las feromonas todavía no tenían un lugar dentro del sistema de la jovencita, por lo que el viaje a la fuente de sodas fue más largo de lo que se suponía. Al hablar con Raúl, o al menos así lo nombraba su gafete, pudo saber más sobre la situación de las instalaciones. De cualquier manera siempre había tiempo para tomar un descanso.

Las noticias no eran alentadoras para ninguno de los dos; pero por el lado amable, la última barra de chocolate fue gratis.

Tras dos repeticiones de la película y una audiencia de catorce personas, los viejos altavoces, que deberían estar en los garajes de bandas que no triunfaron más allá de los bares, retumbaban con explosiones y le hacían parecer a las dieciocho personas que el techo en cualquier momento podría caerse sobre sus cabezas. Y por lo viejo que estaba el lugar, parecía que ése sería el caso más temprano que tarde. Si fuese así, se cumpliría el deseo más ferviente de Rebeca y no vería el nuevo edificio que suplantaría al viejo cine que no estaba listo para retirarse, a pesar de sus décadas de servicio.

Por alguna tonta ley, por algún trato bajo la mesa, por alguna benéfica obra para futuros inquilinos, trabajadores y/o compradores, el Cinematógrafo estaba irremediablemente condenado. ¿Cómo es posible que un sitio definido por una palabra tan rebuscada y usada en ocasiones limitadas pudiera desaparecer?

Sí, los baños estaban siempre sucios, las parejas sólo iban a besarse por ser un lugar privado, las películas estaban relativamente desactualizadas, ¡La gente seguía bombeando por sus alfombradas venas! ¡El cine se mantenía con vida!

¡¿Qué importaban unos números ensangrentados por la carencia de tinta?!

¡¿Qué tiene que ver eso con el cine?!

La niña bajó su cabeza, quería ver la escena que incluía una ráfaga de balas bañando a los antagonistas pero estos pensamientos imantaron su vista al suelo y, aunque fuese raro, sus ojos comenzaron a lagrimear.

Tal vez fue el cigarro del desvergonzado que estaba a tres asientos enfrente del suyo o quizás se debía al humo de las palomitas semicarbonizadas — y gratis — de quien ocupaba la butaca a cuatro izquierdas de la suya, probablemente se trataba del sentimiento que anticipaba a una nostalgia indeseada, nadie vio y nadie supo, ni siquiera ella. De cualquier forma su reacción sólo duró unos segundos y mientras Rebeca limpiaba sus mejillas con su antebrazo decidió no ponderar demasiado tiempo sobre ello.

Disfrutó las dos repeticiones que quedaban y puso el doble de atención, como se lo merecía la proyección, a la secuencia que evitó con anterioridad. No había problema con ello, si su madre tuviera razón, sus ojos ya debieron ser enceguecidos por la exposición prolongada al equivalente de un televisor.

Era el último domingo del mes maldecido, la gente apenas supo lo ocurrido, de todas formas se enterarían a la larga y luego lo lamentarían. Rebeca se quedó al lado del proyeccionista en todo momento, extrañando la sonrisa de Raúl, el empleado que siempre debía velar por alguien cercano a él.

No hubo un intercambio de palabras, no había mucho que decir luego de gritar lo que debía gritarse con anterioridad. Los regalos, que constaban de la publicidad para algunas viejas películas, algunos negativos, la foto de la pared con los empleados, y una de las viejas máquinas, parecían no pesar mucho. Rebeca sabía que el cine no estaría a su disposición como antes y que el nuevo dueño, ése que sí invertiría un capital contable, no sería tan amable con el lugar como ella fue.

La última despedida fue la menos dolorosa; no, no se podría catalogar como tal, más bien, fue la más silenciosa. El proyeccionista fue liquidado con un dinero decente pero mientras cerraba con pesados candados y cadenas sus ojos parecían que quería que el manierismo hubiese sido literal. Parecía un prisionero recién liberado y obligado a convivir en un mundo que dejó desde que puso un pie en el edificio que lo mantuvo gran parte de su vida natural.



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En el texto hay: cine, nostalgia

Editado: 02.04.2018

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